Los Ángeles, julio de 2018.
Tessa Britton, una stripper de un club de Los Ángeles, está preocupada porque su amiga Katya ha faltado a clase de baile y tampoco contesta al teléfono. Al acudir a su casa, descubre su cadáver, junto con el de un misterioso hombre tatuado.
Cuando la detective del LAPD Elizabeth Delgado, que lleva de baja casi un año, llega al escenario del crimen, el agente Michael Poulsen, del FBI, le comunica que la víctima es hija de Luka Maksimov, un líder de la mafia rusa que no dudará en enviar a un asesino a la ciudad para vengar su muerte.
En un caso en el que cada uno convive con sus propios demonios, Tessa parece tener todas las respuestas.
¿Era Katya el objetivo o la han asesinado para hacer daño a su padre?
La guerra en Los Ángeles no ha hecho más que comenzar…
PRÓLOGO
Jueves, 19 de julio – 07:40 h
18th St. Santa Mónica, Los Ángeles
El teléfono comienza a sonar a la hora convenida. Mi corazón, que los últimos minutos ha latido descontrolado, aterrorizado, se detiene de golpe.
El dispositivo vibra entre mis dedos. La pantalla no muestra ninguna foto, solo una silueta azul; tampoco un nombre ni un número, «Número desconocido», pero sé que es él. Eres tú. Por última vez.
Deslizo el icono verde de la pantalla y esta cobra vida. Las imágenes se reproducen en directo. Veo tu barrio, casi desierto a esta hora de la mañana, y aun así iluminado de una manera indecente. En Los Ángeles siempre luce el sol. El coche recorre las calles en soledad, con el lejano rumor del motor como única compañía. Un bache hace vibrar la imagen, que no tarda en estabilizarse.
Él, el asesino, tu asesino, desvía la mirada hacia el retrovisor, pero apenas llego a ver sus ojos azules tras las gafas con las que camufla la cámara que retransmite estas imágenes. Tampoco necesito ver su cara, no me interesa. Tengo su nombre y él no tiene el mío, eso es lo único que importa. La mitad del pago por lo que está a punto de hacer ya ha sido transferida a su cuenta; el resto, si todo sale como espero, no lo recibirá nunca.
Va a hacerlo. Voy a hacerlo. Aprieto el móvil con tanta fuerza que tiembla conmigo. Me quedan segundos para acabar con esto, para detener esta locura.
El coche toma una curva a la izquierda e identifico el Ford negro en la puerta de tu casa. Consulto el reloj como si no me supiera de memoria los turnos de sus ocupantes. Hoy le toca a Isay. Te cae mal, me lo has dicho cientos de veces, a mí también, pero está ahí para protegerte, aunque nunca imaginamos que tendría que protegerte de mí.
Lo siento.
El coche se detiene tras el Ford. El motor se apaga. El asesino abre la puerta, desciende y rodea el vehículo, que resulta ser una furgoneta pequeña y blanca. El bamboleo de sus pasos me marea un poco, pero no aparto la vista de la pantalla del móvil. No sé por qué me he empeñado en ver esto, no creo que me haga ningún bien verte morir, pero siento que te lo debo.
El asesino abre el portón trasero. El maletero está vacío a excepción de una caja de una conocida tienda online en la que compras continuamente. Las manos enfundadas en guantes de trabajo la cogen y cierran, rodea de nuevo la furgoneta y se dirige hacia tu casa a través del sendero empedrado que divide el jardín. No mira hacia el Ford ni una sola vez, aunque yo me descubro inclinando la cabeza para buscar a tu guardaespaldas más allá de lo que la pantalla del móvil me permite ver. Si sospecha algo, si sale del coche antes de tiempo, todo se irá al garete.
El asesino llega ante tu puerta y toca el timbre. Parece tan tranquilo mientras yo me muero de dolor. En el interior de la casa se escuchan los agudos ladridos del perro. Aún es un cachorro y ya no tendrás tiempo de educarlo, pero, con el modo en que lo mimas, dudo que hubieras llegado a conseguirlo.
La puerta se abre. La cámara se mueve como un latigazo y desciende hasta el animal, que se ha alzado contra las rodillas del recién llegado y mueve la cola a la espera de una caricia.
—Lo siento. Lo siento —te oigo decir entre risas—. Vamos, adentro, no molestes. Venga.
El perro desaparece pasillo adentro, y a medida que la cámara asciende hasta tu rostro, se me atraganta la respiración en el alma.
—¿Señorita Ekaterina Maksimova?
Tú vuelves a sonreír. Veo a tu espalda el interior de la casa, el recibidor, tus muebles, tu decoración, los bolsos que cuelgan del perchero acechándote como espectros.
—Soy yo —dices. Y te ríes—. ¡Qué temprano viene hoy!
—Tengo un día ajetreado —responde tu asesino—. Me alegro de haberla encontrado en casa.
—Por poco —observas.
El asesino se mueve, la pantalla se desestabiliza por unos segundos en los que creo que va a hacerlo ahí mismo, pero no. De algún sitio ha sacado una tableta electrónica en la que debes firmar la recepción del paquete. Tú, experimentada en estos asuntos, la coges, separas el pen y lo posas en la pantalla, pero esta no reacciona. Lo intentas otra vez.
—Qué raro —dice él. Luego la imagen se mueve de nuevo, mareante, hasta que muestra un impreso, que te tiende—. Lo siento. Puede firmar aquí. Estas cosas siempre se están estropeando.
Coges el papel con otra de tus sonrisas, pero entonces ambos os dais cuenta de que no tenéis un bolígrafo. Tú te ríes. Será la última vez que oiga tu risa.
—Espere un momento —te disculpas—, voy a por un boli.
Te das la vuelta y entras en la casa. El asesino te sigue y cierra. El tiempo se acelera.
Isay debe de haberse extrañado al verlo entrar. Dudará unos segundos, pero no tardará en salir del coche y dirigirse a la casa a toda prisa con el arma desenfundada.
Es mi última oportunidad. Una sola palabra y todo se detendrá, tú firmarás el papel y él se marchará dejándote con un guardaespaldas desconcertado y una caja vacía.
Una sola palabra.
Una palabra que no pronuncio.
Apareces por la puerta lateral que da al salón. Traes un bolígrafo en la mano y una sonrisa en los labios, que se desvanece al ver la jeringuilla que tu asesino ha sacado de no sé dónde. No te da tiempo a chillar. Él rodea tu cuello con un brazo y te pega a su cuerpo. Silencia tus gritos con la mano enguantada. Los ladridos del perro me obligan a bajar el volumen del teléfono. Tú te revuelves. Por el movimiento de la cámara, creo que aciertas algún golpe en su cara o su cabeza, y, aunque no debo, siento orgullo. «Defiéndete» pienso, aun cuando sé que no tienes posibilidad alguna contra este tío. Entre el vaivén de las imágenes veo el bolígrafo caer al suelo, casi a cámara lenta.
En unos segundos te clava la aguja en el cuello. Un agudo chillido hace que me pregunte qué le ha hecho al perro, que, de repente, ha dejado de ladrar.
El asesino te traslada hasta el salón, donde el timbrazo en la puerta me hace pegar un brinco. Isay ya está aquí.
—¿Señorita Maksimova? —pregunta a gritos desde el exterior.
Tu asesino no se inmuta. Te tiende en el sofá, con delicadeza. Aún estás viva y no puede dejar ninguna marca en tu cuerpo que estropee la puesta en escena que ha planeado y que no me ha querido desvelar.
—¿Señorita Maksimova? ¿Está usted bien?
Aguanto la respiración.
El asesino va hacia la puerta que comunica con el recibidor, por la que tú saliste un minuto atrás, se oculta contra la pared y espera. Yo espero con él. En el silencio de la casa oigo el retumbar de mi propio corazón. Un nudo me retuerce la boca del estómago, y apenas me permite respirar. Es la primera vez que siento algo así, este pánico, y me pregunto si el asesino se sentirá la mitad de nervioso que yo. Sé que no.
Estoy a punto de decir esa palabra que lo detendría. ¿Tengo tiempo aún? Da igual. Recuerdo lo que has hecho y sé que no hay vuelta atrás. Vas a morir aunque una parte de mí muera contigo.
—¡Señorita Maksimova! ¡Voy a entrar!
«Eso es, gilipollas», pienso, «dilo bien alto por si el asesino no ha tenido tiempo de prepararse». Gilipollas.
El asesino en cuestión mira hacia la puerta, oculto tras la pared, pero ni él ni yo vemos nada. Ambos aguardamos inmóviles.
Oigo la puerta que se abre y luego un paso.
—¿Señorita Maksimova?
«Vas a desgastar el apellido. Entra ya».
Otro paso. Otro más.
Durante dos segundos, todo permanece en silencio. El guardaespaldas, el asesino y yo, como si esperásemos a ver quién hace el primer movimiento. Es Isay.
Todo es demasiado rápido para identificarlo en las imágenes de la pantalla. Primero aparece la pistola, seguida de la mano y el brazo. El asesino agarra este y tira hacia delante. Escucho un grito de sorpresa. Isay sale despedido y el asesino lo agarra por el cuello, como hizo contigo, y le clava la aguja sin ningún titubeo. En un segundo, todo ha terminado. Isay yace inconsciente en el suelo.
Noto en el temblor de la imagen el reflejo de su respiración agitada. O quizá sea la mía. ¿Estoy respirando?
El asesino atraviesa el recibidor en dos zancadas y cierra la puerta. Cuando se da la vuelta de nuevo veo a Isay sobre el parqué. Su rostro muestra una expresión suave, relajada, como si estuviera en medio de un plácido sueño. Aún no he visto tu cara desde que te sedó, y me pregunto si estarás igual de tranquila. Me aseguró que no sufrirías. Insistí mucho en eso. No quiero que sufras.
El asesino se agacha para recoger el cadáver, lo agarra bajo las axilas y lo arrastra hasta el sofá.
Tú estás tumbada a lo largo. Por fin puedo verte. Pareces tranquila. Acaricio la pantalla del móvil y me salta un menú para cortar la comunicación. Retiro el dedo como si me hubiera quemado. No quiero cortarla. Esta es la última vez que te veo con vida.
¿Por qué tuviste que hacerme algo así? Yo confiaba en ti. Eras la única persona en la que confiaba. El odio repentino y amargo me hace cerrar los ojos. ¿Por qué?
Cuando los vuelvo a abrir, tu rostro ha sido sustituido por el primer plano de una boca. Se me escapa un gemido de asco.
—Voy a cortar ahora —dice el asesino.
—¡No! —grito—. No cortes. Quiero verlo. Necesito verlo.
—No va a ser bonito —me explica.
—No me importa. Se lo debo.
Él asiente con indiferencia. Yo tomo aire. No va a ser bonito, pero es necesario.
LA VÍCTIMA
Jueves, 19 de julio – 14:04 h
Los Ángeles, CA
Theressa Britton había aprendido a ignorar a su instinto. Como todo en esta vida, lo había aprendido a base de golpes, de equivocarse, de pensar que sí y luego ser que no. Pero no era una persona que se rindiera con facilidad, ni siquiera a sus propias ideas, así que ahí iba, atravesando Los Ángeles a toda la velocidad que era capaz de exprimir de su Volkswagen Tiguan. Al menos, hasta que un semáforo en rojo la obligó a detenerse. Golpeó el volante con una maldición. El tráfico parecía haberse aliado en su contra; autobuses, peatones y semáforos se conjuraban como una señal. Aunque ella no creyera en señales.
—Vamos, vamos…
Sus dedos tamborileaban contra el volante al mismo ritmo frenético con que golpeaba el pie sobre el acelerador. Los segundos transcurrían como horas bajo la luz roja que regulaba la esquina entre la 14 y Montana. Es lo que pasa cuando alguien tiene miedo. Y Tessa estaba aterrorizada.
Aunque no tenía motivos. Era cierto que su mejor amiga nunca había faltado a clase, y también que antes se cortaría la mano que apagar el iPhone; pero que justo ese día hubiera hecho las dos cosas no tenía por qué significar nada malo. Al menos, nada tan malo como lo que había imaginado a lo largo de todo el trayecto desde la academia. Nada tan malo como lo que sabía desde hacía tiempo que iba a ocurrir.
—No tiene por qué —se recordó.
La mano roja con la cuenta regresiva para los peatones comenzó a parpadear en el semáforo, y ella se preparó para pisar a fondo. Por el rabillo del ojo distinguió a una anciana que se acercaba por la acera con la firme intención de atravesar el paso de cebra. No tendría tiempo de llegar al otro lado, pero no parecía importarle.
—Ah, no —masculló Tessa dando una serie de acelerones al motor, cuyos rugidos aconsejaron a la mujer quedarse donde estaba.
El semáforo cambió a verde, y ella aceleró los ciento ochenta caballos que llevaba bajo el capó. La anciana quedó atrás, con cara de pocos amigos, pero Tessa no la vio. Sus ojos volaban dos kilómetros por delante.
Se sentía más estúpida a cada metro que avanzaba, y la ciudad a su alrededor contribuía a aquella sensación. Era un día radiante de cielo azul, salpicado de nubes que se alejaban hacia oriente como briznas de algodón. Era la clase de tarde en la que nada podía salir mal, y, sin embargo, aquel extraño retortijón no le permitía dejar de imaginar las peores desgracias. Llevaba así todo el día. Había llamado a Katya una docena de veces, le había mandado veinte mensajes, pero ninguno mostraba el icono de recibido. Su instinto clamaba que lo peor debía de haber pasado, y no importaba si ella creía o no en su instinto, la voz en su cabeza le exigía que acelerase, y ella se llamaba estúpida a sí misma y aceleraba.
Apenas se dio cuenta cuando los modernos edificios del centro fueron sustituidos por las mansiones del barrio que alojaba a su mejor amiga. Las palmeras alineadas a ambos lados de la calle, como curiosos en un desfile, se mecían con la brisa que aliviaba el calor de esa tarde de julio. Tras ellas, las hileras de casas de colores suaves, con sus jardines, sus garajes y sus banderas al viento, formaban un paisaje de postal: «Saludos desde Los Ángeles».
Tomó la última curva a la izquierda y sus ojos saltaron a la casa de Ekaterina. Era difícil distinguirla entre la fila de viviendas ocultas tras el batallón de palmeras y verdes jardines, aunque era una de las pocas en las que no ondeaba la bandera americana ante la puerta. Pero, además, la casa de Katya contaba con algo que la hacía destacar más allá de cualquier detalle arquitectónico: el Ford Taurus de color negro y cristales tintados aparcado ante la puerta. Verlo allí, donde tenía que estar, la alivió. Si el guardaespaldas se hallaba en su sitio, Katya también. La encontraría, quizá con dolor de cabeza o cólicos o cualquier otro motivo perfectamente lógico para perderse las clases y apagar el móvil. Se sentarían y hablarían, y soportaría las risas a su costa.
Aceleró casi sin darse cuenta hasta detenerse detrás del Taurus. Apagó el motor y miró hacia la casa. El jardín estaba limpio, las puertas y ventanas cerradas. El barrio descansaba en silencio. No había gente por la calle ni vehículos que circulasen a esa hora en la que la mayoría de vecinos continuaban en el trabajo.
La paz que la rodeaba no la reconfortó.
Bajó del coche. El motor chasqueaba a medida que descendía la temperatura.
Rodeó el Taurus a cierta distancia, inclinando la cabeza para mirar en su interior sin acercarse del todo. Estaba vacío. Los asientos desocupados se intuían a través de los cristales oscuros, y Tessa sintió que el nudo en el estómago se apretaba un poco más. Alargó la mano hacia el capó, pero antes de tocarlo, echó un último vistazo a su alrededor. Estaba sola, y el vehículo, frío. No supo decir si eso era bueno o malo.
Pero en cuanto se acercó a la vivienda supo que algo, en efecto, iba mal. No era el volumen atronador de la música que escapaba del interior, tan alto como para escucharla a través de la puerta cerrada; ni el tipo de música, si bien era cierto que a su mejor amiga jamás le había gustado Miley Cyrus. No, no era eso. Quizá fuera todo junto o nada en particular, pero en ese momento, al levantar la mano para tocar al timbre, observó que estaba temblando.
La voz de Miley le impidió escuchar el timbrazo. Intentó captar algún ruido, pero no oyó nada. Cada vez más nerviosa, golpeó con los nudillos.
—¡Katya!
Nada. Ni siquiera los ladridos de Rudolf respondieron a su llamada.
La voz que le había exigido que acelerara durante el camino, le pedía ahora que se marchara, decía que no había nada que ver. Ella la ignoró. Golpeó de nuevo con idéntico resultado y se aferró a la idea de que su amiga no podría oírla por encima de la música. Tenía que ser Miley, con lo que la detestaba.
Giró la mirada hacia el coche negro. La carrocería lanzaba destellos de sol a la tarde, pero su interior continuaba inquietantemente vacío.
Tocó el timbre otra vez.
—¡Katya, soy yo!
Sin esperar una respuesta que sabía que no llegaría, abrió el bolso y extrajo el teléfono móvil. El número ocupaba el primer puesto entre las últimas llamadas, así que solo tuvo que deslizar el dedo por la pantalla para marcarlo. Intentó escuchar el tono dentro de la casa, pero solo oía la desagradable voz de Miley que se empeñaba en repetir que lo perdonaba, lo perdonaba, lo perdonaba.
—Vamos, Katya, ¿dónde estás? —susurró.
El buzón de voz la saludó. Colgó. No quería dejar un mensaje, quería encontrar a su amiga. Volvió a guardar el teléfono en el bolso y bordeó la casa hasta el ventanal del salón. A lo largo de la pared brotaban matorrales de amapolas rojas que brillaban como los zapatos de la bruja de El mago de Oz. Con cuidado de no pisarlas, se puso de puntillas y se asomó al interior, pero fue inútil, las cortinas cerradas no le permitieron distinguir más que siluetas fantasmales: los sillones y la librería a la derecha. Ni rastro de Katya ni de su guardaespaldas, cuya ausencia la inquietaba aún más que la de su amiga.
Regresó a la puerta. Estaba a punto de llamar al timbre por tercera vez cuando la canción terminó y su mano quedó paralizada en el aire. Las uñas pintadas de rosa temblaban ante sus ojos.
—¿Katya?
Nada. Ni en el interior de la casa ni fuera, ni voces ni ladridos. ¿Dónde estaba Rudolf? La calle seguía desierta. La brisa se había detenido. Los árboles aguardaban inmóviles. Hasta los pájaros parecían haber huido de allí. En el silencio, unos acordes de guitarra dieron comienzo a la siguiente canción del disco.
La joven resopló, furiosa. Ya estaba bien de tonterías. Se recogió un mechón de pelo tras la oreja y golpeó la puerta hasta que una idea turbadora la inmovilizó en medio de dos puñetazos. Insegura, desvió la mano hacia el pomo. Era una locura, no podía estar abierta, y, sin embargo, el tirador giró bajo sus dedos y la puerta
se entornó hacia dentro. Un escalofrío se enredó en los finos cabellos castaños que poblaban su nuca.
Entró.
La música la golpeó de frente. El rostro se le contrajo en un gesto instintivo que no logró disminuir el estruendo.
—¡Katya!
La canción absorbió su grito. Miley tenía miedo. Ella también.
—Katya…
Se empujó las gafas de sol hasta la frente, aguardó a que los ojos se adaptaran a la penumbra y entonces miró hacia arriba. La escalera a la segunda planta se insinuaba como una tentación a un lugar más silencioso.
—¡Katya! ¿Estás ahí?
Nada.
Pasó de largo y avanzó hasta la puerta de arco que llevaba al salón. Conocía esa casa tan bien como la suya, pero jamás había estado allí sin su amiga. Ni siquiera había ido sin avisar. No era que Katya no lo permitiera, el problema era que sus guardaespaldas portaban grandes pistolas negras bajo las axilas. Se imaginó a sí misma muerta en el suelo, con un disparo en la cabeza y la sangre serpenteando entre las vetas del parqué.
—¡Soy yo! —gritó—. ¡Tessa!
El salón la recibió frío y oscuro, con las cortinas cerradas y el aire acondicionado a toda potencia. Se pasó las manos por la piel erizada de los brazos. El aire era gélido y olía mal, un lejano olor metálico que no reconoció. Y sonaba como el infierno.
Se tapó las orejas y corrió hasta la mesa del comedor desde la que el portátil enviaba aquella música ensordecedora a los altavoces distribuidos por la librería. El Spotify ofrecía la lista de discos de Miley en modo bucle. Pulsó el botón de Pause y el eco de la canción se desvaneció en el aire.
—¿Katya? —gritó en el silencio—. ¿Estás ahí?
Nada. Nada más que el latido de su corazón.
No, se equivocaba, había algo más, un gemido ahogado sonaba en algún lugar a su espalda. Los aullidos de cachorro de Rudolf.
Con las manos en jarras y un extraño nudo en el pecho, Tessa se dio la vuelta.
Su grito escapó por la ventana, más fuerte de lo que los altavoces habrían podido reproducir.
LA DETECTIVE
Jueves, 19 de julio – 18:37 h
Venice Gym. Los Ángeles, CA
El dolor desapareció. A veces ocurría, aunque Isabel Delgado nunca había llegado a comprender cómo ni por qué. En un segundo estaba sudando, jadeando, con el pulso enloquecido y los músculos ardiendo, y al segundo siguiente, nada. Cuerpo, cabeza y alma se unían en uno solo, su cerebro pulsaba el botón de off y todo lo que normalmente la atormentaba desaparecía absorbido por el saco de boxeo.
No era algo consciente, no se daría cuenta hasta después, cuando despertara a la realidad de que se había recluido en un silencio que acallaba la música de los auriculares y el mundo a su alrededor. Ella misma dejaba de existir: los pulmones ya no ardían, el corazón no aullaba en su pecho, la coleta no la golpeaba en la espalda y la voz de Eminem no insistía en repetir que estaba cansado. Qué sabría él. El ruido seco de los golpes no le recordaba los latidos de un corazón agonizante.
Pum, pum.
Pum, pum.
Lo había intentado todo antes de descubrir aquel remedio, cualquier cosa con tal de que los recuerdos y el dolor la dejaran respirar, aunque solo fueran unos minutos al día. Su primera herramienta fue el trabajo, más horas, más investigaciones, más casos… Pero era difícil huir de algo a lo que la rutina la obligaba a enfrentarse día tras día. Cada crimen era un puñetazo, cada víctima, una nueva cuchillada en un alma atormentada. El estrés hizo mella en su vida, apareció el insomnio, su capitán consideró que necesitaba tomarse un tiempo de baja, y los bares estuvieron allí para acogerla, con sus luces de colores, su anonimato en la oscuridad y el amargo sabor del dolor descendiendo por la garganta. Y funcionó. Al menos por un tiempo. Limitó la existencia a la ginebra y los brazos de hombres que la ayudaran a olvidar, rostros cuyos nombres era incapaz de recordar y cuyos rostros se desdibujaban en la memoria como fantasmas tras una pesadilla. Cualquier cosa valía, porque no sentía nada. Y eso era lo único que necesitaba.
Pum, pum, pum, pum. Directo, crochet, directo, crochet…
Pero el olvido tiene un precio, y ella pagó con todo lo que tenía: su trabajo, su familia y su novio. Y sin embargo, ¿quién le iba a decir que aún había gente que la quería? Su mamá la encerró en casa bajo llave, su hermano la abofeteó hasta que comenzó, de nuevo, a sentir. Su jefe la amenazó con una expulsión definitiva. Las tres únicas personas que permanecían a su lado se aliaron en su contra y, pese a su resistencia, la salvaron.
El gimnasio hizo el resto. Allí, golpeando el saco de cuero negro, su mente encontró por fin un atisbo de calma. Directo, gancho, crochet, directo, directo, gancho, crochet.
Pum, pum, pum, pum.
Silencio.
Casi como si la hubieran empujado desde atrás, Isabel Delgado detuvo el puño en el aire y maldijo en voz baja. Al tiempo que el tono de llamada comenzaba a sonar en los auriculares, el dolor y las imágenes que trataba de exorcizar regresaron a su mente: el cansancio y el ahogo, el calor, el sudor que le empapaba la piel y el fuego en los pulmones. Y regresó aquella garra que le atenazaba el corazón, como un depredador al acecho de la más mínima debilidad.
No consultó la pantalla del dispositivo, guardado en una riñonera a la cintura, ni se planteó detenerse. Volvió a golpear. Fuera quien fuese, que llamase después. Mucho después. O nunca.
El tono se repitió casi una veintena de veces antes de que quien estuviera al otro lado se diera por vencido.
Ella continuó golpeando, más fuerte, más rápido. Algunos compañeros de sala la miraron de reojo al notar el aumento de intensidad, pero ella no se percató. Se había acostumbrado a las miradas. No era la única mujer en aquel gimnasio especializado en deportes de combate, tampoco la mejor ni, desde luego, la más atractiva, pero solía atraer las miradas de los otros luchadores. Quizá por el silencio que la acompañaba o la soledad de la que gustaba rodearse. En un centro en el que todos eran conocidos, compañeros y rivales, ella se escondía en su esquina, a solas con el saco y la música, y allí pasaba las horas. La gente la veía sudar, sufrir y llorar, pero, tras los primeros intentos, ya nadie preguntaba, y así estaba bien. Era lo único que necesitaba, que el mundo la dejara en paz, que continuara de largo sin esperarla.
Directo, crochet, directo, directo, directo, directo. Pum, pum, pum, pum.
Dieciséis minutos después, la alarma del móvil anunció el final del entrenamiento. Isabel cerró los ojos y, con un gruñido de rabia, asestó el último puñetazo al áspero saco de cuero. Su cuerpo pedía más. No, su cuerpo estaba agotado, su mente pedía más, un poco más. La adicta que había encontrado una nueva droga. No era la primera vez que deseaba alargar la sesión más tiempo del recomendado, pero cuando se dejaba tentar, sus nudillos lo pagaban, y el dolor al día siguiente la había convencido de que no era una buena idea. Pero era tan difícil regresar al presente…
Permaneció abrazada al saco mientras la respiración y las pulsaciones recuperaban la normalidad. Eminem decía ahora que había tocado fondo. Qué sabía él. Qué sabía nadie.
Se abrió el velcro de los guantes con los dientes y se quitó el derecho. Se estaba desatando el izquierdo cuando una llamada interrumpió de nuevo la música. Isabel llevó la mano derecha al auricular inalámbrico y pulsó el botón integrado para contestar.
—Diga —jadeó.
—Buenas tardes, detective.
El mundo se detuvo. Hacía casi un año que nadie la llamaba por el cargo, y seis meses desde que no escuchaba aquella voz, pero sintió como si solo hubieran pasado dos minutos. Su rostro negro, arrugado y bonachón se conjuró ante ella: los ojos hundidos, el bigote canoso que temblaba cada vez que se enfadaba. Percibió el olor a papel que se respiraba en su despacho, la musiquilla del teléfono y el peso de su mano en la espalda cuando ella más lo necesitó. Sintió en la lengua el sabor de la ginebra que vino después, y deseó poder tomarse otra, allí mismo, en ese instante, en un vaso ancho y sin hielo.
—Capitán Venters. —Se dijo que el temblor en la voz se debía al cansancio.
—Hola, Elizabeth. ¿Cómo estás?
Isabel volvió a ser Elizabeth. Cerró los ojos e inhaló.
—No llama para preguntarme eso, ¿verdad?
Unos segundos de silencio al otro lado de la línea bastaron para confirmar sus peores sospechas. Retrocedió hasta la pared, justo detrás del saco, y se apoyó contra ella. El frío del cemento atravesó la vieja camiseta húmeda hasta entumecerle la parte baja de la espalda.
—¿Cómo te va con el psicólogo?
Ella rio con cansancio, mucho más mental que físico.
—¿Qué quiere, capitán?
—Te necesito, Elizabeth —respondió él. Luego, como si quisiera adelantarse a su negativa, añadió—: El doctor Brice dice que estás preparada; que debes reincorporarte poco a poco.
Sí, eso había dicho, que estaba lista para una vuelta paulatina al trabajo, pero ella ni siquiera lo había oído. Nunca lo escuchaba, por mucho que su psicólogo se pasara dos horas a la semana, martes y jueves, hablando sin parar. Ella se había negado desde el principio a compartir sus emociones y él esperó vencer su reticencia a base de aburrimiento. No funcionaba, pero él lo seguía intentando; hablaba y hablaba, y ella asentía o negaba según interpretaba su tono de voz, mientras su mente se disipaba en el dibujo de la cortina que le impedía ver el mundo tras la ventana. Así habían pasado once meses. Esa misma mañana, el doctor Brice había insinuado que ya estaba lista para plantearse la reincorporación y ella asintió. Se equivocó. Él la miró con una expresión triunfal y ella vio en el brillo tras sus gafas que ya no había marcha atrás. Pero creyó que tardaría en recibir esa llamada.
—No. Aún no.
—Escucha, Elizabeth, es lo mejor para ti. Este caso es una mera formalidad, dos muertos por sobredosis. Confirmas la causa y se lo pasamos a Antidroga.
Se dejó caer al suelo, resbalando contra la pared, y consultó las pulsaciones en el reloj: 158. Consecuencia del entrenamiento. Nada más.
—Capitán…
—Por favor. El doctor Brice ha dado el visto bueno. Dice que este es un caso ideal, un escenario seguro y tranquilo en el que volver a familiarizarte con el entorno.
Seguro y tranquilo. Lo mismo había pensado la última vez. Seguro y tranquilo. Giró la cabeza y sus ojos se escabulleron por la cristalera que comunicaba con el paseo de Venice Beach. La gente solía curiosear el interior del gimnasio cuando pasaba por delante, pero ella nunca se había fijado en ellos. En ese momento, unos niños jugaban ante él. Vestían pantalones cortos vaqueros y camisetas de colores; el niño, una azul y la niña, una rosa. Cosas que nunca cambian. La niña la saludó con la mano, pero la madre la agarró del brazo y se la llevó; algo en la mirada de aquella mujer sudorosa y tirada en el suelo no le había dado confianza. Elizabeth no se lo reprochó.
—No puedo interrumpir las investigaciones de los demás por esta estupidez —continuó el capitán—. Encárgate del escenario, la autopsia y los informes. En tres días estará hecho. Por favor.
La detective de baja Delgado se secó el reguero de sudor caliente que le resbalaba por las sienes. Le temblaba la mano. La cerró en un puño y apretó hasta sentir el dolor en los dedos. Eso estaba bien. Los apretó un poco más.
—Por favor —repitió él.
La madre y los niños desaparecieron tras un carrito de helados que impregnaba el paseo con su música dulzona. Un jack russell cruzó ante el ventanal a toda velocidad, con la correa tras él como la cuerda de una cometa perdida. Cuatro segundos después lo siguió su dueño, gritando Toby a voz en gritos. «¿Toby? ¿En serio?». Ese era el mundo del que huía: las hordas de gente que se dirigía a la playa en bikini o bañador, como si ponerse algo encima fuera una pérdida de tiempo; las parejas que caminaban entrelazadas de la cintura, sonriéndose embobados, protagonistas de una mala película romántica; patinadores, skaters, deportistas que cargaban con todo tipo de balones rumbo a las canchas habilitadas unas manzanas más allá; bandadas de niños que huían de los gritos y las fotos de sus madres, en pos de pelotas, sobre patines, monopatines y bicicletas. El puto sueño americano. La puta California. Tienes que ser feliz en California, todo el mundo quiere ir a California. Sueños californianos y chicas de California. Por ella podían darle bien duro a California.
Devolvió la mirada al salón y se encontró con un hombre de unos veintipocos años y cuerpo escultural que la observaba a unos pasos de distancia. Unos meses antes habría mostrado algún tipo de interés, falso pese al evidente atractivo del joven. Un interés más volcado en su utilidad como método de olvido que en su belleza física. En aquella época cualquiera valía. Pero eso era hace meses, antes de descubrir que el boxeo la ayudaba a olvidar mejor que nada y le causaba menos problemas. El chico esperaba su turno para el saco, pero ella no podía moverse de allí. Aún no. Apartó la vista. Dos hombres en el ring, cuatro sacos ocupados, tres peras, punchings, paos… Los golpes reverberaban por el salón y le impedían oír con claridad las palabras de su antiguo capitán, que esperaba una
respuesta, igual que parecían hacer los rostros de antiguos boxeadores que la observaban desde la pared. Sus ojos se clavaron en un viejo neón de una marca de cerveza. Una cerveza valdría. Una ginebra sería mejor, pero se conformaba con una cerveza fría, espumosa…
Respiró hondo y supo que se arrepentiría de lo que estaba a punto de decir.
—Deme la dirección.
—Gracias, Elizabeth. —La voz del capitán reflejó su alivio—. Necesito que vayas lo antes posible. Te esperan para la retirada de los cadáveres.
Ella cerró los ojos.
—Estupendo.
—No pasa nada, lo entenderán.
Por supuesto que lo entenderían. Su tardanza sería el menor de los chismorreos cuando la vieran aparecer. La amistad entre compañeros de trabajo era un asunto frágil, pensó al recordar el modo en que sus miradas habían cambiado.
—Le diré a Ellis que se reúna allí contigo.
—No.
La palabra salió de su boca como un disparo. No había pensado en esa posibilidad y no la meditó ni un segundo. No.
—Elizabeth…
—Capitán, no. No quiero compañero.
—Elizabeth, por favor. Te buscaré otro.
—No quiero a ninguno. ¿No lo entiende? No quiero a nadie. —Hizo un gesto en el aire para zanjar el asunto y se sorprendió al descubrir que ya no temblaba. Ahora tenía algo por lo que luchar y no iba a ceder en eso—. Iré, certificaré la muerte y haré el informe para Antidroga. No necesito compañero.
El capitán volvió a suspirar, con el sonido de una ráfaga de viento contra las ventanas.
—De acuerdo.
—Deme la dirección —repitió.
Venters recitó la calle, el número y el barrio, a toda velocidad, como si temiera que se echara atrás. Ella se esforzó en recordarlas. Hacía tiempo que no tenía que memorizar algo; su vida se había basado en olvidar.
—Gracias —repitió él por enésima vez—. Me encargaré del papeleo en Recursos Humanos y lo tendrás todo listo cuando vengas. También avisaré al agente al mando en la escena para que sepa que vas.
Colgó. Sin ningún motivo recordó el día en que Charlie le dejó caer un informe sobre las manos mientras ella trabajaba en el ordenador. El peso la hizo pulsar varias teclas a la vez, y se enojó, pero él sonreía porque había encontrado algo decisivo para el caso: un almacén en el que podía haber un testigo, una pista. Seguro y tranquilo.
Antes de que una lágrima rodara por su mejilla, se puso en pie y echó a andar hacia las duchas.
El chico que estaba esperando se lanzó a por el saco.
En cuanto tomó la curva, supo que había llegado a su destino. El barrio acomodado y tranquilo por el que el GPS la había guiado los últimos minutos se convertía, de una calle para otra, en un hervidero de gente; curiosos y vecinos que se agolpaban contra el cordón policial. Había señoras bien vestidas que se cubrían las bocas con las manos como si a alguien le interesara lo que cuchicheaban entre sí, y niños que disfrutaban entre gritos y risas de un alboroto al que no estaban acostumbrados. Había familias y perros al final de correas cuyos dueños se perdían en la maraña de gente. Y fotos, fotos, teléfonos móviles que asomaban sobre las cabezas a la caza de algún recuerdo de lo que ocurría al otro lado del cordón policial. Dentro de un rato, la luz del atardecer quedaría bien en las noticias.
La agente Delgado aparcó su Accord lejos del barullo y salió al calor aplastante del exterior. El cabello le mojaba la espalda a través de la camiseta. Cuando se secara, los rizos la harían parecer un león oscuro, pero no era algo que le preocupara. Solo había tenido tiempo de ducharse y vestirse: vaqueros, camiseta y zapatillas, y aún notaba la piel húmeda, era imposible secarse del todo con aquel bochorno.
Le puso la alarma al auto con el característico bip-bip y forcejeó para atravesar la masa de gente, entre las miradas y reproches de quienes creían que intentaba colarse. Dos vehículos de policía y dos furgonetas del equipo forense flanqueaban la entrada a la casa, al otro lado del perímetro. Un poco más allá acechaba una ambulancia con las luces estroboscópicas apagadas. No había prisa, no quedaba nadie a quien salvar. Dos enfermeros se apoyaban en un lateral, fumando y charlando con el gesto aburrido de quien espera poder largarse pronto; igual que los policías, que mantenían un ojo en los curiosos, casi con ganas de que alguno les animara el día. En alguna parte sonaban los ladridos frenéticos de los perros vecinos a los que no habían permitido unirse a la fiesta.
Elizabeth se preparó para comenzar el espectáculo. Su placa se había quedado once meses atrás sobre la mesa del capitán Venters, junto con la Glock y el resto de su vida, pero esperó que eso no fuera un problema. No, al contrario, esperó que lo fuera, que no la dejaran pasar y así tener una excusa para marcharse y no volver. Miró hacia atrás. Las cabezas apelotonadas no le permitieron ver el auto.
Suspiró.
—¡Agente!
El policía que se hallaba más cerca, un hombre uniformado de unos treinta y pocos años y ascendencia latina, la miró con indiferencia.
—No puede pasar.
—Soy la detective Delgado, me están esperando.
El rostro del agente se arrugó entre los ojos. La observó un instante y, al fin, algo dentro de su cabeza encontró la cara que buscaba. Reconoció el nombre y recordó una historia, algo malo. Carraspeó antes de contestar.
—Claro, discúlpeme, detective. Me avisaron de que vendría. —Levantó la cinta amarilla—. La esperan dentro.
Ella cruzó por debajo y se alejó. Oyó a su espalda el chasquido de la radio y supuso que estaba dando aviso de su llegada. Ya no había marcha atrás.
Recorrió el sendero de grava que atravesaba el jardín hasta una imponente vivienda unifamiliar de dos plantas. Era el tipo de casa con el que su abuela había soñado mientras cruzaba el desierto: listones azules en la fachada, ventanas blancas, tejado a dos aguas, garaje doble y un porche que vertía su sombra sobre la entrada. Elizabeth no había nacido entonces, pero había escuchado cientos de veces la terrible historia en la voz grave y cálida de su abuela, acompañada por los recortes de revistas que había llevado con ella desde México. El sueño americano. Pero ni su abuela ni su mamá, tras más de cincuenta años en el país, ni ella, con su sueldo de policía, podrían jamás permitirse una casa en aquel barrio.
Saludó con un gesto de cabeza a dos uniformados que charlaban a un lado del camino, y ellos le devolvieron el saludo con cierto retraso. Los oyó cuchichear cuando pasó de largo. Una mujer y un hombre, en monos blancos con el anagrama de la unidad científica, aguardaban junto a la puerta, con el mismo gesto aburrido que todos los demás. La forense y su ayudante. «Todos te están esperando».
—Doctora Franke, Jim. —Recordaba sus nombres como si no hubiera pasado casi un año—. Siento la tardanza. ¿Me dan unos minutos?
—Lo que necesite, detective —respondieron casi al unísono, antes de intercambiar una mirada inquieta.
Elizabeth la ignoró. Conocía esas miradas que reflejaban el temor a decir algo inapropiado que la hiciera recordar. Miradas de lástima.
Se giró hacia la mujer.
—¿Algo que deba saber?
Ella dio un paso adelante. Tenía el pelo oscuro y recogido en un moño, y lucía una capa de maquillaje digna de los estudios de Hollywood, a unos kilómetros de allí. Ahogó un bostezo y negó.
—Dos muertos por sobredosis. Por la rapidez con la que acaeció el fallecimiento, me juego un brazo a que la heroína estaba adulterada con alguna variante de Fentanilo, y que al camello se le fue la mano con la mezcla. Como esto esté por las calles no serán los primeros que veamos.
Elizabeth resopló furiosa, pero no sorprendida. La droga de moda, más letal y rápida que cualquier otra conocida, aparecía en los informes toxicológicos cada vez con mayor frecuencia. Los drogadictos la mezclaban con cualquier sustancia para incrementar su efecto y no se daban cuenta de que una mínima cantidad por encima de su umbral de resistencia podía matarlos.
—He recogido muestras para toxicología —continuó la forense —, pero recuerda no acercarte al polvo sin protección.
Ella asintió. Aquella mierda era tan peligrosa que hacía años que se había implementado todo un protocolo de seguridad policial para manejarla sin riesgos.
—¿Hora? —cambió de tema.
—Difícil de decir por el momento. El aire acondicionado estaba a tope y las drogas pueden afectar a la estimación. Según el rigor y la lividez, yo diría que menos de doce, pero no me arriesgaré a asegurarlo hasta tener el informe definitivo.
—¿Isabel?
La detective se giró hacia el hombre que acababa de aparecer por la puerta de la casa y sonrió al confirmar que se trataba del agente Stein, el único policía del mundo que la llamaba por su nombre real. Un irlandés con el que había coincidido en decenas de casos hasta que el compañerismo se convirtió en amistad, y que, además, fue quien mejor se portó con ella tras lo ocurrido. No la miraba de reojo, no la trató con condescendencia, no se comportó como si fuera su pinche madre. Le dio justo lo que ella necesitaba, hasta que una noche cruzaron la línea que no debían haber traspasado, demasiadas cervezas, demasiada ginebra, lo que fuera. Una noche que lo jodió todo y de la que les costó semanas recuperarse. Una amistad arruinada por un error estúpido.
—Art.
Él se agachó para abrazarla, y ella percibió el conocido olor que desprendía su piel: aftershave y un lejano efluvio a sudor no del todo desagradable.
—Cómo me alegro de verte. No me lo podía creer cuando me dijeron que te reincorporabas.
—Poco a poco. —Hizo un gesto de disculpa antes de añadir—. Siento llegar tan tarde.
—No te preocupes. —Stein rio y se pasó una mano por el cabello, poco más que una sombra rojiza que cubría la única zona de su cuerpo en la que no se veían las pecas. Un poco por encima de esa mano, justo encima de dos grandes lunares, destacaba un tatuaje del tamaño de un puño: el escudo del Derry City, el club de fútbol de su ciudad de origen. Un escudo que una vez había sido rojo, negro y blanco, pero que el tiempo había teñido de tonos verdosos.
—Toma. —Él le tendió una hoja en la que ella escribió su nombre, número de placa, hora de llegada y su firma—. Sígueme.
El recibidor era una pieza pequeña y alargada, de papel pintado a rayas blancas y rosas, y mobiliario en los mismos tonos. Había una mesita con flores frescas a la izquierda y un espejo sobre ella, en el que Elizabeth esquivó su mirada. En la otra pared colgaba un perchero del que pendían dos bolsos, uno dorado y otro blanco, y una enorme mochila deportiva que desentonaba con todo lo demás. Al fondo, una escalera ascendía al segundo piso. La forense se había referido al aire acondicionado, pero el ambiente en el recibidor no era en absoluto fresco, era cálido y húmedo, y olía al familiar hedor de decenas de personas entrando y saliendo.
—La doctora Franke dijo que el aire estaba a tope.
—Sí. Lo apagamos en cuanto los forenses nos dieron permiso, hacía un frío insoportable. —Stein le guiñó un ojo—. Pero no te preocupes, no hemos alterado ninguna prueba y lo pondremos todo en el informe.
El irlandés atravesó una puerta de arco en la pared derecha, y, al seguirlo, Elizabeth se encontró de golpe en medio de un bullicio del que había perdido la costumbre.
Cerró los ojos y sintió cómo su boca se secaba.
—Bienvenida al espectáculo.
Los volvió a abrir. Stein la observaba con los brazos en cruz.
El salón que se abría tras él era un espacio amplio y luminoso. Un ventanal permitía el paso de la luz a la habitación que, al igual que el recibidor, estaba decorada por y para una mujer, con tonos crema salpicados de detalles rosados, cuadros con alegorías de danza, espejos y plantas. El espacio central lo ocupaba un conjunto de sofá y dos sillones que les daban la espalda y enfocaban a una librería en la pared del fondo, en la que faltaban libros y sobraban fotografías y figuritas de porcelana. Sobre la mesa del comedor, a la izquierda de la sala, se exhibían varios dispositivos electrónicos metidos en bolsas de plástico y preparados para su retirada por el equipo forense: un ordenador portátil, un iPad y un teléfono móvil de última generación. La propietaria de la casa no solo era una mujer, sino que parecía una mujer joven, soltera, sin hijos y de evidente poder adquisitivo. Una mujer como podría ser ella misma si ganara el doble de su sueldo, pero que, por otro lado, no podía ser más diferente. Los colores, el mobiliario, la profusión de cursiladas por todas partes… Elizabeth nunca se había considerado femenina, pero comparada con la dueña de aquella casa, era el ogro Shrek.
Un agente pasó junto a ellos de camino al escenario. Todavía quedaban tres rezagados recogiendo huellas, empaquetando, etiquetando y sacando fotos de todo. El ruido del flash la sobresaltó. Un sonido que solía ser familiar le aceleró de repente el pulso, disparos blancos que la cegaban, sonidos que le recordaron la ocasión en que ella fue la protagonista de las imágenes.
—¿Qué tenemos?
El fogonazo se escuchó por encima de sus palabras. Flash. El fotógrafo enfocaba lo que había encima del sofá, algo que ella, al estar tras el respaldo, no podía ver.
—Acompáñame. —Un destello brilló sobre la frente del irlandés. Flash.
Rodearon el mueble.
Sangre. Dientes y trozos de cerebro desparramados por el suelo, grisáceos, esponjosos. Rojo. Sudor. Pelo. Uñas.
Flash.
El chispazo la devolvió a la realidad. Nada de lo que había visto estaba allí. Quizás había sido un efecto de los fogonazos o la ansiedad de verse de nuevo ante la muerte. O quizás el recuerdo que la angustiaba cada noche había decidido visitarla de día para saludar. En cualquier caso, el escenario que se abría ante ella no tenía nada que ver con lo que su imaginación, como un gancho a la mandíbula, le había disparado.
Flash. El fotógrafo se colocó una mascarilla en la boca y se giró para retratar la mesa. Si la droga que se exponía sobre esta era Fentanilo, como suponía la doctora Franke, no podía asumir riesgos. Elizabeth tragó saliva.
Flash. Flash.
Las dos víctimas estaban desnudas. La chica yacía tumbada boca arriba a lo largo de las tres plazas del sofá. El hombre, cubierto de tatuajes en un setenta por ciento de su cuerpo, descansaba acostado encima de ella, boca abajo, y la ocultaba casi por completo. Era grande y tan alto que los pies colgaban por encima del reposabrazos.
Flash.
El suelo estaba cubierto de ropa, desperdigada alrededor de los sillones y la mesa. Esta, de madera blanca y cristal, ofrecía un muestrario de utensilios para drogadictos: bolsitas de plástico, cucharas con marcas de fuego, mecheros, jeringuillas y restos de polvo blanco. El fotógrafo, desde una distancia prudencial y con la mascarilla bien pegada a la boca, tomaba imágenes de cada uno de ellos, y todas iban acompañadas de la explosión y el destello de luz. Un fogonazo, flash, otro, otra explosión. Flash. Flash.
La detective se giró hacia el agente Stein y descubrió que este le tendía una caja de guantes. Tomó dos y se los puso.
—De acuerdo. —Los cadáveres la esperaban en su abrazo amoroso, desnudos y fríos—. El capitán no me ha dado muchos detalles. ¿Quiénes son?
—No sabemos nada sobre él.
Elizabeth lo miró. Un nuevo disparo la cegó un instante. Flash. Parpadeó.
—¿Nada?
—Nada —repitió Stein—. No llevaba cartera ni identificación. Le tomaremos las huellas en la morgue. —Señaló la espalda—. Y también fotos de los tatuajes, a ver si aparecen en la base de datos. No me extrañaría que estuviera fichado.
Elizabeth estuvo de acuerdo. Los hombres como ese siempre estaban fichados.
—No será difícil de encontrar —aventuró—. Entre los tatuajes y su tamaño… Este tío es enorme.
Flash. Flash. ¿Cuántas fotos tenían que tomar? Flash.
—Seguramente aparezca, sí. Pero ¿quieres oír algo interesante?
—La detective arqueó las cejas, picada de curiosidad—. Hemos encontrado dos pistolas semiautomáticas, dos Makarov. Debajo del sofá.
—¿Qué dices? ¿Usadas?
—No. Tienen los cargadores llenos.
Dirigió la mirada al cuerpo desnudo que ya nunca volvería a empuñar aquellas armas. Porque estaba segura de que eran suyas. Un tipo cubierto de tatuajes, dos armas rusas que no necesitó utilizar. Una sobredosis.
—¿Quién demonios es este tío? —murmuró para sí.
—La amiga de la víctima dice que era un conocido de la chica —continuó Stein—, pero no da muchos detalles. Dice que no sabe su nombre. Sigue en estado de shock.
—¿Dónde está?
Él señaló con la cabeza hacia el exterior. El resplandor del flash iluminó el recibidor como si alguien hubiera encendido la luz. Flash. Elizabeth tomó aire. El ruido constante de aquellos chispazos la estaba volviendo loca.
—Fuera. Tengo a uno de mis hombres con ella.
Asintió. Tendría que tomarle declaración. Pero primero acabaría con la escena.
Se acuclilló y se centró en el cadáver masculino. Treinta y tantos años, rapado al cero. Los labios mostraban el característico color azul de una muerte por sobredosis de opiáceos, aunque sin restos de vómito. Era grande, pero no estaba gordo. Cada gramo de su peso era músculo, sin un pelo en todo el cuerpo, al menos en la zona visible de espalda, brazos, glúteos y piernas, que eran, por otra parte, una galería de tatuajes. El más grande descendía desde la nuca hasta los riñones y representaba a una virgen con el niño en brazos saliendo de entre las nubes. No era la única alegoría religiosa, también exhibía un ángel en el bíceps derecho y una cruz ortodoxa en el antebrazo, además de un rostro de mujer, una paloma, un ataúd y, en las falanges de los dedos, caracteres cirílicos. Las uñas habían adquirido el mismo tono azul que los labios. El brazo izquierdo se ocultaba contra el respaldo del sofá, mientras que las piernas, a la vista, aparecían decoradas con rosas, estrellas, ataúdes y cruces, desde los glúteos hasta los tobillos. Bajo los destellos de las fotos —flash, flash, flash— los dibujos parecían cobrar vida y bailar sobre la piel marchita del muerto. Entre la pintura destacaban dos cicatrices, probables cuchilladas de viejas peleas: una, bajo las costillas en el lado derecho, y otra, que había estado cerca de costarle la vida, dos dedos por debajo del corazón. Elizabeth intentó girar el brazo derecho para ver el interior del codo, pero no pudo, el rigor mortis estaba casi completo y la musculatura del hombre parecía cemento. Se inclinó para intentar visualizar el pliegue del codo cuando el enésimo chispazo volvió a cegarla.
Flash.
—¿Podría esperar a que acabemos aquí? —El fotógrafo la miró, sorprendido. Stein también. Su tono había resultado más agresivo de lo que pretendía—. Por favor.
El agente se retiró y Elizabeth devolvió la atención al brazo del cadáver. Un solitario punto rojo en el interior del codo marcaba el lugar por el que había penetrado la aguja. Un único punto. Chasqueó la lengua y negó con la cabeza.
—¿Y qué hay de ella?
Stein emitió un gruñido ronco.
—Es la dueña de la casa. ¿Te imaginas? Todo este caserón para una niñata, y yo, en mi casucha de mala muerte. Manda huevos. —Elizabeth rio. Sí, la vida no era justa, pero tampoco aquel era el lugar para adentrarse en discusiones filosóficas sobre la injusticia del mundo. Quizás en un bar, con una… Agitó la cabeza y señaló el cuaderno de Stein, él carraspeó y comenzó a leer—. Ekaterina Lukaevna Maksimova, veinticuatro años, nacida en Moscú. Su amiga, eh… Theressa Britton, la encontró así hace poco más de una hora, con el aire acondicionado a temperatura de Siberia y la música a todo trapo. Tenemos su cartera, su permiso de conducir, su tarjeta de residencia. Todo.
Elizabeth asintió sin apartar los ojos de la víctima. Era una chica bonita de rasgos eslavos: pelo rubio y facciones suaves. Labios azulados. Le miró las uñas, y pese a que el esmalte rosa no le permitió distinguir el mismo tono en aquellas, lo dio por sentado. Misma muerte por sobredosis e igual de rápida. Un brazo le colgaba hacia el suelo mientras el otro envolvía el cadáver del calvo, cuya cabeza reposaba sobre su hombro. Lo poco que se podía ver de su piel se revelaba inmaculado, ni heridas ni tatuajes, blanca como si acabara de llegar de Rusia la semana anterior. El antebrazo estaba a la vista, y en él encontró la huella de la aguja. Solo un pinchazo.
—¿Te parece la típica drogadicta? —preguntó.
—Desde luego que no. No tiene marcas de punciones aparte de esa, ni cicatrices ni heridas a la vista. —Stein enumeró los detalles en los que ella ya se había fijado—. Tengo la sensación de que fue su primera vez.
—Pues menudo estreno.
Observó los cuerpos con detenimiento. Una raya casi perfecta mostraba la línea en la que la lividez cadavérica se había asentado. Por encima, la piel era de color blanco fiambre; por debajo mostraba la característica mancha púrpura de la sangre depositada cuando el corazón dejó de bombearla por el sistema nervioso. Se habían acostado, habían cerrado los ojos y no los habían vuelto a abrir. Pero algo no encajaba. Él tenía el brazo izquierdo entre su cuerpo y el de la chica, ella casi desaparecía bajo la mole de su amante. Era una postura extraña si pretendían mantener relaciones sexuales, y más aún si solo se habían tumbado así para pasar el chute. La joven no aguantaría demasiado tiempo allí debajo, y a él se le dormiría el brazo.
Elizabeth se incorporó. Le tocaba ver a la amiga de la víctima, aunque no le apetecía nada hablar con ella. Los familiares, los amigos, los testigos y su dolor resultaban un trago amargo para cualquier policía.
Se preguntó cómo sería ella, rubia y delicada como la víctima, o peligrosa y tatuada como su compañero. Se preguntó si mentiría, si sabría algo de la muerte, si estaría implicada. Y rezó para que así fuera. La conversación que estaba a punto de mantener sería mucho más dura si era inocente y se había encontrado con la muerte sin esperarlo. En ese caso no habría nada que pudiera decir para aplacar su dolor. Ahora lo sabía. Todas las frases del manual y las palabras escogidas por los psicólogos no servían de nada.
Antes de abandonar la estancia echó un último vistazo a los cadáveres. El agente se detuvo al notar su ausencia de camino al exterior.
—¿Ocurre algo?
El hombre tatuado con huellas de peleas a navajazos, la chica inmaculada, suave. Los dos desnudos. La droga, el sexo…
—¿Tú crees que una chica como esa se lo montaría con un tipo como este? —La propia Elizabeth negó, pensativa—. Quiero decir que he visto a crías hacer auténticas pendejadas por un pico, pero… No lo sé. Hay algo raro en todo esto.
No sabía qué, pero algo no encajaba en ese escenario que, por otro lado, parecía tan perfecto. Agitó la cabeza para ahuyentar sus pensamientos. Era un caso de sobredosis, seguro y tranquilo, lo certificaría y se marcharía tan rápido como pudiera. Luego solo tendría que acabar con el papeleo y presentar su dimisión. Sin escenarios que le recordaran lo que no quería recordar, ni preguntas que no respondieran a aquellas cuyas únicas respuestas necesitaba