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Sangre en las manos – Primeros capítulos

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SINOPSIS

INSPIRA… ESPIRA…

¿Qué ocurre cuando el cazador se convierte en presa?

La asesina más buscada del mundo ha encontrado la paz en la ciudad en la que todo se torció para siempre.

Pero cuando Alfred Spencer, un vecino de esa ciudad, es asesinado de un disparo a la femoral por un francotirador, Kathleen Addams sabe que su tapadera ha sido descubierta. Porque ella no ha apretado el gatillo.

Y cuando Fanny Randall, una mujer de la misma ciudad, es asesinada de igual manera, el detective de Scotland Yard Daniel Ryman, de baja laboral tras su doloroso fracaso, sabe que su búsqueda, al fin, ha concluido. Es ella. Tiene que ser ella. Y no está dispuesto a permitir que se le escape una segunda vez.

Mientras Kathleen intenta descubrir quién y por qué la está imitando, el inspector Ryman deberá movilizar a la policía para atrapar a su verdadero objetivo.

En este nuevo e intenso thriller, la asesina a sueldo conocida como el Fantasma se enfrenta al mayor peligro de su vida. Por primera vez, será ella quien esté en el punto de mira.

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PRÓLOGO
Lunes, 26 de agosto – 11:44 h.
Supermercado Bradford. Bismarck. Dakota del Norte

Idiota.

Eres un idiota.

Has metido la pata hasta el fondo y no hay manera de que logres escapar de esta. Alguien se ha enterado y van a por ti.

¿Cómo ha podido pasar?

No quieres ni imaginar lo que va a ocurrir ahora. La idea de que te hagan chantaje suena demasiado a película de Hollywood, y aun así, la voz al teléfono ha sonado convincente: «Ve a casa ahora mismo y espera noticias». Lo saben.

Si se lo cuentan a Hacienda, va a salpicar mierda en todas direcciones, y será tu cara la que esté delante del ventilador.

Te falta el aliento. Abandonas tu mesa y sales corriendo por el pasillo. Necesitas aire. Te lanzas escaleras abajo.

Tú no querías que ocurriera esto. No eres así. Tienes un trabajo mediocre en la administración de uno de los supermercados de tu suegro; no eres un jefazo ni un gerente ni nadie con poder, eres el tonto de la oficina, al que miran con lástima porque saben que tu mujer es la que manda y que tú no eres nadie.

Nadie.

Fue ella la que insistió en que ingresaras tus ahorros en un paraíso fiscal. ¿Qué ahorros? Si no tienes dónde caerte muerto. Da igual, ella lo hace, su padre lo hace, su hermano lo hace. No hay uno que pague impuestos en esta familia, así que tú tenías que hacerlo también, claro.

Idiota.

¿Es que nunca vas a dejar de ser un idiota?

Alfred Spencer. El fracasado que se casó con la niña bonita de la familia rica, el capullo al que salvaron del desastre cuando estuvo a punto de arruinarse la vida. Si Susan no hubiera estado embarazada, te habrían dejado caer sin parpadear, puedes estar seguro. Pero tuviste suerte, por una vez en la vida. Tuviste suerte, aunque después de treinta años ya no tengas claro si la suerte fue buena o mala. Te salvaron del infierno para arrojarte al abismo. La pequeña Susan se había encaprichado de ti, quizá porque eras lo más diferente posible a los novios que aprobaría papá. A ti no te gustaba estudiar, no venías de buena familia ni tenías futuro, y lo que debería haber sido un noviazgo de adolescencia pasajero se convirtió en esto. Te salvaron el pescuezo, te dieron un trabajo insignificante en su gran empresa, con el sueldo más bajo y una labor insulsa, y esperaron que te comportaras como un esclavo agradecido: el objeto de los chistes en Acción de Gracias, los comentarios sarcásticos en Navidad, las sonrisas condescendientes de tu suegra y la mirada despectiva de tu mujer. ¿Qué ha sido de aquella animadora que te la chupaba en el asiento de atrás del Camaro para enfadar a papá? Desapareció tan rápido como el coche.

Desprecio, desprecio, lo único que ves ahora en sus ojos es ese frío desprecio que también empaña los tuyos cuando buscas en las legañas del amanecer algún resto de aquel joven. ¿Dónde está ahora el tipo duro del instituto, el terror de las chicas? ¿Dónde fue?

Llegas al final de las escaleras y te abalanzas con las dos manos por delante contra la puerta de acero que se abre al vestíbulo. Es hora punta en el supermercado. Un tumulto de voces, hilo musical, pitidos de las cajas registradoras y chirridos de ruedas invade tu cabeza. Esquivas personas y carros, y cruzas las puertas automáticas antes de que se cierren tras un cliente. Se vuelven a abrir, pero ya es tarde. Estás en la calle y notas los ojos húmedos de lágrimas y sudor.

El calor te achicharra los brazos y la cara. Te aflojas el nudo de la corbata y respiras la atmósfera abrasadora del aparcamiento, tan distinta al aire acondicionado del que disfrutabas en la oficina. El edificio se aplasta bajo el sol, a tu espalda. Cinco mil metros cuadrados y dos plantas de alto que ofrecen «lo mejor para tu familia en un solo lugar». Y sobre él, en enormes letras rojas que se encienden cada noche, el apellido de su propietario, tu suegro, el dueño de la mayor franquicia de supermercados de Dakota del Norte. El gran hombre.

Bradford’s.

El apellido que tu mujer ha conservado porque por nada del mundo se lo habría cambiado por el tuyo.

No te giras para verlo, ese apellido es lo último que deseas ver.

Por un instante, tu cerebro se bloquea y te preguntas qué es lo que saben. No han especificado. ¿Saben aquello? Imposible, lo que hiciste hace treinta años duerme el sueño de los justos en lo más profundo del cubo de la basura. No, es esto, ahora, tu ridículo intento de convertirte en un pez gordo, de ganarte el respeto de tu familia política, como si aún tuvieras alguna posibilidad. Pelele. Te convertiste en un pelele en el mismo momento en que él te salvó el culo. Pelele.

Te vienes abajo sin darte cuenta. Las fuerzas te abandonan. Con las manos en las rodillas y los pulmones en las últimas, resollas como un corredor tras una maratón. Has abandonado la oficina, has atravesado la zona administrativa del supermercado y has bajado las escaleras a saltos hasta salir a la calle como si se hubiera incendiado el edificio. Por mucho que hayas perdido la costumbre de hacer deporte, no es el esfuerzo físico lo que te tiene sin aliento.

Idiota.

Estás jodido.

Te yergues con una bocanada de aire tórrido que te lija la garganta. El sol te golpea de lleno en los ojos y te obliga a entornar los párpados. Olvidaste las gafas oscuras en el cajón y la claridad te está dejando ciego. Ojalá lo estuvieras. Así no tendrías que ver el mundo a tu alrededor, que continúa moviéndose, ajeno a tus problemas. Hay familias que salen de hacer la compra semanal, o mensual, de llenar las arcas de tus suegros. Ves niños que gritan y madres que intentan hacerse  oír por encima de la nebulosa de juegos que enturbia las cabezas de sus retoños; también señoras que luchan contra las ruedas de los carros, empeñadas  en llevar su propio rumbo, y parejas que cargan las bolsas de la compra en una mano para no soltar la que entrelazan con la persona amada, mientras que otras caminan a metros de distancia, peleados por alguna nimiedad. Ojalá lo tuyo fueran nimiedades. Miras el teléfono que aún sostienes en la mano. Las palabras resuenan en tu cabeza.

Estás jodido.

Una GMC Canyon negra arranca en la fila de aparcamientos más cercanos y se aleja hacia la calle. Es lo que debes hacer tú, y rápido, además. Te han exigido que salieras «ahora mismo». ¿Qué puedes esperar en tu situación? ¿Qué van a pedirte a cambio de su silencio?

Maldita sea, has intentado hacerlo todo bien y todo ha salido mal. Casi lo tenías. Nunca habrías llegado a triunfar, lo sabes, pero no aspirabas a tanto, solo a una vida sencilla. Trabajar en la fábrica, como tus padres, o en una tienda, quizá. Encontrar una mujer que te quisiera y te diera un par de críos. Un empleo de nueve a cinco y una cerveza con los amigos un par de noches a la semana. Ver los deportes en la televisión. Morir tranquilo.

No aspirabas a más.

Palpas el bolsillo del pantalón y encuentras las llaves del coche. Siempre se te olvida sacarlas de ahí al llegar al trabajo, eres un inútil hasta para eso. No sería la primera vez que se te caen al suelo en mitad del silencio de la mañana y arrancan a tus compañeros un grito de susto y desprecio. Esta vez, por una vez, agradeces tu despiste. Pones el dedo en el botón de desbloqueo y buscas el coche en la hilera de estacionamientos. Sin éxito. No puede ser, sabes que lo dejaste ahí. No es que tengas una plaza reservada, tu suegro no te permite esa licencia; simplemente, aparcas cada día en la misma zona y ahora no está.

Miras a tu espalda como si fueras a ver el Mercedes cruzando la puerta principal del supermercado. Lo que ves, en cambio, es a ti mismo, un fantasma traslúcido que te mira desde el cristal, pidiéndote explicaciones que no puedes darle. Por suerte, las puertas se abren para permitir la salida de un hombre con un carro del que asoman tres bolsas de papel entre las varillas metálicas, como presidiarios apiñados contra los barrotes de su celda. Te das la vuelta. Ante ti, una mujer desciende de un Nissan rojo. Ha tenido la previsión de ponerse las gafas de sol, al contrario que tú, y te mira con indiferencia mientras se gira para dirigirse al maletero del coche. Apartas la vista porque es el tipo de mujer al que ya no puedes aspirar, con el rostro cubierto de pecas, el pelo liso y castaño, brillante bajo el sol, y esa forma de moverse que se lleva tus ojos enredados en los bolsillos del vaquero. Tú acabaste con Susan porque ella se empeñó. ¿Y por qué lo hizo? Porque  eras un idiota que no valía para nada. Justo lo que papá más odiaría. Ya entonces, con diecinueve años, abandonados los estudios y dispuesto a comerte el mundo sin saber que tú eras el menú. Tan contento con una novia guapa y rica que te hizo creer el rey del mambo. Ya entonces eras un idiota. Hoy, con cincuenta recién cumplidos, no has mejorado nada.

Te secas el sudor de la frente. ¿Dónde está el maldito coche?

Una risa nerviosa escapa entre tus labios. ¿Te lo han robado? ¿Hoy? ¿Se puede tener más mala suerte? La hilera de vehículos a lo largo del aparcamiento parece un ejército en formación que se burla de ti: un Ford azul, un Chevrolet Silverado, una berlina Volvo gris, una furgoneta blanca que espera en segunda fila a que el  Chevrolet se marche para ocupar su lugar, un Nissan Rogue rojo, eso que ahora llaman crossover y que no tienes muy claro lo que significa. La mujer del pelo castaño cierra el maletero y activa la alarma. Lleva en las manos dos bolsas reutilizables con el dibujo de unas flores cuyo nombre no recuerdas. Esas blancas, de pétalos grandes.

En ese momento, la furgoneta en segunda fila se mueve y descubres el Mercedes tras ella. Estás a punto de caer al suelo por el alivio. Ahí está. Ahí está. Gris, grande y aburrido. Elegido por tu mujer para que puedas dar la imagen de un hombre serio, al menos. Aunque nadie se lo crea. Aunque todo el mundo sepa que no eres más que un empleado en la cadena de tiendas de tu suegro, mientras que ella dirige el área de compras desde la sede principal. Un trabajo de verdad con un sueldo de verdad. No como el tuyo.

Pelele.

Te lanzas hacia el coche tan rápido como puedes, por si es un espejismo y desaparece ante tus ojos. Es la clase de cosas que le ocurren a los idiotas como tú. El Nissan de la mujer pecosa está al lado de tu Mercedes, pero ella ni siquiera te mira; pasa de largo de camino a la fila de carritos que esperan junto a la entrada.

De repente, algo te empuja y sales despedido hacia detrás.

Caes de culo contra el asfalto y te golpeas la cabeza. El mundo se vuelve blanco. Luego negro. Duele. Te llevas la mano a la coronilla y la notas húmeda, aunque no sabes si es sangre o sudor. Algo te ha golpeado. ¿El qué? Las piernas no responden cuando intentas incorporarte. Un líquido caliente te empapa los muslos, como si te hubieras orinado encima. No ha sido eso, ¿verdad? ¿Verdad?

Alguien grita.

Un frenazo hace chirriar las ruedas de un coche, y distingues la sombra de una camioneta que se detiene a unos pasos de ti. Estás tirado en medio del carril y el conductor ha evitado atropellarte por centímetros. La puerta se abre. Rezas para que no tenga ganas de pelea. El hombre, que se dibuja a contraluz en la claridad del cielo, da un paso en tu dirección y se detiene. Se sube las gafas de sol hasta la frente y abre la boca en una muestra de sorpresa casi cómica. Alzas la mano. Tiemblas. Aún no entiendes qué está ocurriendo, solo que empiezas a sentir frío.

El hombre parece que habla, aunque no oyes nada. Un silencio abrumador ha caído sobre el aparcamiento. Ves gente correr, bocas que se abren y se cierran y coches que se mueven, y tú no oyes nada.

Tienes frío, aunque debería hacer calor. Hace unos minutos te empapaba el sudor propio de ese mediodía de agosto. En cambio, ahora tiemblas de frío.

Al ver que no respondes, lejos de ayudarte, el hombre regresa al coche, mete la marcha atrás y se pierde en dirección contraria a toda velocidad. La gente grita en silencio y se aleja de ti. ¿Qué está pasando?

¿Por qué tienes tanto frío?

La vista se te nubla. El aparcamiento se difumina en una bruma grisácea. Te cuesta respirar. El muslo palpita con un dolor sordo, como aquella vez en el colegio, cuando Jimmy bateó la bola con todas sus fuerzas y no la viste venir, como si alguien te presionara la pierna.

Una pierna empapada de rojo.

¿Qué es esa sangre? ¿Qué es todo… esto?

¿Qué está ocurriendo?

Estás llorando.

Levantas la mirada en busca de ayuda y te encuentras con tu reflejo en las gafas de sol de la mujer de las pecas. Te mira boquiabierta, con las bolsas de plástico aún en las manos. Esas flores…

—Ayuda… —intentas suplicar, pero no te queda aire en los pulmones. La boca te sabe a plomo.

Susan se va a enfadar tanto cuando vea los pantalones destrozados. Destrozados.

Se te cierran los ojos.

La mujer sigue ahí, inmóvil, y lo último que piensas es: «Lirios. Son lirios».

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