UN PASADO QUE NO SE OLVIDA
Estados Unidos.
Una despiadada asesina a sueldo desafía a la agencia en la que ha perfeccionado el arte de matar y se embarca en una cruzada sangrienta con el único propósito de hacer justicia. Su objetivo es eliminar a todas las personas con las que tiene una deuda pendiente. Y esto es personal.
UN SECRETO QUE NO DEBE SALIR A LA LUZ
Inglaterra.
La llamada de una mujer a la que creía muerta perturba la paz de un detective de Scotland Yard. Pero esto no es personal. Ha reaparecido para pedirle que proteja a un periodista cuya vida pende de un hilo. Para desentrañar la verdad tras la investigación de este reportero, el detective se adentrará en un peligroso laberinto de conspiraciones capaz de poner en jaque el orden mundial.
UNA HISTORIA QUE LLEGA A SU FIN
Un thriller negrísimo en el que la venganza y la traición bailan una danza macabra y los límites entre el bien y el mal se desdibujan.
Inspira…
Espira…
¿Serás capaz de sobrevivir al peligro que acecha en cada página?
PRÓLOGO
Lunes, 12 de julio 18:49 h.
Las Vegas, Nevada. Estados Unidos
Inspiro…
Espiro…
Inspiro…
Espiro…
Silencio.
En mi cabeza solo hay silencio. Un millón de estímulos alcanzan mi cerebro, que los analiza y descarta sin que yo me entere. El viento en esta azotea sopla a nueve kilómetros por hora, dirección sur; allí abajo, en la calle, el aire resulta casi imperceptible, obstaculizado por las enormes estructuras de fantasía que dibujan el perfil de esta ciudad surrealista. Debo tenerlo en cuenta. Lo tengo en cuenta.
Inspiro…
Las fuentes del Bellagio se mantienen apagadas. Dentro de diez minutos comenzará un nuevo espectáculo de música y coreografía de luz y agua, chorros que saltarán al cielo azul al ritmo de alguna canción aleatoria. Esta noche, la acera se llenará de gente deseosa de admirar la función en toda su grandeza, pero no son pocos los que plantan cara al termómetro para disfrutar del primer número del atardecer.
Distingo una veintena de curiosos, cámara en mano, al otro lado de la mira telescópica.
El objetivo que me han asignado no se encuentra entre ellos.
Mi objetivo real, tampoco.
Espiro…
Alzo el cañón del Barrett MRAD y ajusto la Schmidt & Bender hasta enfocar un edificio a mil cincuenta y siete metros de distancia. Cuarenta y siete plantas de cristal y acero que conforman un hotel de trescientas noventa y dos habitaciones y doscientos veinticinco apartamentos de lujo en los pisos superiores. Un millón de ventanas oscuras y, tras una de ellas, tú.
Distingo tu silueta sentada ante la mesa del despacho. Te encuentras enfrascado en alguna tarea en el ordenador, la redacción de uno de esos libros de autoayuda para fracasados que sueñan con convertirse en los héroes que nunca han podido ser. Veo el perfil de tu rostro, tu brazo izquierdo, tu pecho, todavía musculado pese a la edad. No te veo las piernas, ocultas bajo el escritorio, pero no importa. Nada importa. Esta es mi misión y si tengo que romper aquella vieja promesa, lo haré.
Inspiro…
Hay un sinfín de variables que debo tener en cuenta para que esto salga bien.
Por mucho que algunos de mis compatriotas quieran creerlo, la Tierra no es plana, es redonda y rota sobre sí misma, y tú te encuentras tan lejos, en línea recta hacia el sur, que la curvatura del planeta afecta a las distintas velocidades de rotación entre mi posición y la tuya. Es la Fuerza de Coriolis. Un proyectil pesa trece gramos y viaja a mil metros por segundo. Cuando apriete el gatillo, la Tierra seguirá girando y mi bala pasará de largo junto a tu cabeza. Por eso tengo que apuntar unos siete centímetros a la derecha, de forma que, mil metros más adelante, la curvatura de la Tierra sitúe la bala justo donde yo quiero. A eso debo sumarle la fuerza de gravedad. Y a eso, la desviación por el viento. Y a eso, también, el ángulo respecto a la posición del objetivo. Y a eso, las características concretas de un disparo a través de un cristal.
Espiro…
No puedo dejar de apreciar la ironía en el hecho de que sea la Agencia Central de Inteligencia quien me haya preparado para este disparo. Las distancias, los ángulos y la gravedad son variables que aprendí con mi padre y con los posteriores años de experiencia, pero nunca necesité disparar a través de una ventana cerrada. Hasta ahora. Y ha sido la Agencia y sus clases teóricas de fórmulas matemáticas y entrenamientos prácticos los que me han enseñado lo que debo saber para afrontar una situación como esta. El tipo de vidrio, el calibre y la bala, la desviación, la deformación, el ángulo de disparo, la distancia con la ventana y la distancia entre esta y el objetivo. Tú. Una fórmula matemática y cinco días para repasar todos los datos hasta llegar a donde estoy, esta distancia, esta arma, este calibre, este ángulo.
Y una pizca de suerte.
Inspiro…
Desde mi posición, en el tejado del hotel Flamingo, soy consciente de que el mundo gira y de que las personas a veintiocho pisos de distancia recorren las calles abrasadas por el sol vespertino. Si lo hago bien, nunca sabrán que una bala .338 Lapua Magnum ha atravesado el aire, ochenta y dos metros por encima de sus cabezas, a mil veintitrés metros por segundo, para impactar en su objetivo mucho antes de que ellos lleguen a oír el estallido supersónico del disparo. A través de la mira telescópica te veré caer en un charco de sangre, en el que yacerás durante horas, días, hasta que el olor de tu cuerpo corrompido o el constante parloteo de la televisión que mantienes encendida alerten a un vecino, que se preguntará qué ha pasado con el silencio.
Espiro…
Tienes sesenta y cuatro años, aunque en las fotografías aparentas más a causa de la piel dañada por el sol. Mides un metro setenta y cinco y pesas ochenta kilos de puro músculo. Luces ojos cansados y sonrisa satisfecha con la vida; has conseguido todo lo que siempre te propusiste. Eres un hombre de éxito, escribes, das charlas motivacionales y diriges tu propia empresa de actividades de aventura. Ayer por la mañana llegaste de tu último viaje al Gran Cañón, con media docena de ejecutivos ansiosos por probarse a sí mismos contra la naturaleza. Has programado otro viaje para el mes que viene, pero nunca llegarás a realizarlo; la muerte te visitará antes de partir.
La muerte soy yo.
Me pregunto si lo sabes.
Inspiro…
He hecho esto decenas de veces. Veintidós víctimas a las que elegí, juzgué y ejecuté; veintidós personas que merecían morir y cuyas muertes no empeoraron el mundo. Y seis víctimas más de las que no sé casi nada. Nada. Seis personas a las que he matado obedeciendo órdenes. Una localización y una fotografía en un pendrive que he de devolver en cuanto me aprendo de memoria su contenido. El resto es cosa mía. Yo elijo desde dónde disparo, qué arma utilizo y a qué parte del cuerpo apunto. Cualquiera menos la femoral. «Para no levantar sospechas», dicen. No importa, hay otros sitios.
«Nunca dispares a la cabeza».
No lo hago.
Disparo al corazón, que ellos tienen y yo no.
Espiro…
He asesinado a veintiocho personas y, sin embargo, tú eres diferente. Hace cinco días me asignaron el encargo en Las Vegas, y desde entonces tengo la impresión de que toda mi vida he estado preparándome para este momento. Nada puede salir mal. He estudiado cada paso y planeado hasta el último detalle. Llevo casi dos años organizándolo, desde que la Agencia Central de Inteligencia me convirtió en su prisionera. Cada día he fantaseado con este instante. Es una locura, y puede que lo pague caro, pero es mi misión. Mi destino.
Por él.
El viento me trae el repentino sonido de la música y los gritos excitados de los turistas. La fuente del Bellagio se pone en marcha al ritmo del Bad romance, de Lady Gaga.
Oh, oh, oh, oh, oooh
Oh, oh, oh, oh, oooh.
Casi de inmediato, un crujido restalla en el auricular que llevo en la oreja.
—Aquí Alfa tres. Reporto visión del objetivo a las dos en punto. Alfa uno, confirme.
La voz que irrumpe en mi cabeza pertenece a uno de los operativos del equipo de apoyo y suena más seca que hace tres semanas, cuando echamos el último polvo rápido en la parte de atrás de una furgoneta que apestaba a vigilancias pasadas, a sudor, café, hamburguesas y tabaco. Hacía quince minutos que acababa de eliminar a mi última víctima, en Daegu. He descubierto que no soy la única que se excita sexualmente por efecto de la adrenalina, y esa noticia resulta todo un alivio para mi conciencia.
—Confirme, Alfa uno.
Ni Alfa tres ni el resto del equipo sabe nada de mí, quién soy o la historia que cargo a la espalda. Ni siquiera mi nombre real, pues la Agencia me ha proporcionado una nueva identidad, tan artificial como esta vida impostada. En realidad, no importa el nombre por el que me llamen, soy Alfa uno, la jefa de la operación. Yo decido dónde me colocaré para disparar, a qué hora, cuál es el mejor lugar para situar al objetivo y dónde debe aguardar el resto del equipo.
Me encanta.
Inspiro…
—Alfa uno, ¿me copia?
No puedo desactivar el auricular, pero sí puedo ignorarlo, como hago siempre. Lord Jim, el supervisor del equipo, sabe que no voy a contestar, y aun así se empeña en que los hombres mantengan el protocolo de contacto: las mismas preguntas, confirmaciones e informaciones una y otra vez. Confirme, confirme. Como si quisiera recordarme su presencia. Como si yo pudiera olvidarla.
El hombre que me salvó la vida y me condenó a la esclavitud se encuentra a más de tres mil kilómetros de distancia y lo percibo como si estuviera pegado a mi espada, sentado a mi lado, en el suelo, aplastándome e impidiéndome respirar. Susurrándome en la oreja.
—Alfa uno, confirme visión del objetivo.
El supervisor, el hombre al que llamo Lord Jim, sabe dónde estoy. Lo sabe al metro cuadrado. Llevo un chip de localización en la espalda, aunque no sé dónde con exactitud; no me lo han dicho, igual que nunca me han dicho que ese chip esté ahí, pero ¿cómo no va a estarlo? Soy una asesina y soy una esclava. Soy su esclava porque soy una asesina. Nadie en su sano juicio me dejaría sin vigilancia. Sé que tengo el chip como sé que el grupo de hombres que se oculta en una furgoneta, en la calle, vigila a mi objetivo tanto como me vigila a mí y están preparados para cazarme si hago algo que no les gusta.
Ya pueden prepararse.
Espiro…
—Alfa uno, el objetivo está accediendo a la localización desde el sudeste. Confirme visión.
Una esquina de mi boca se eleva en un gesto de desprecio que haría que su destinatario me metiera una bala entre los ojos si lo viera.
—Confirmo visión sobre el objetivo —respondo—. Y ahora, callaos para que pueda hacer mi puto trabajo.
Ninguno de los operativos del equipo vuelve a abrir la boca. Yo imagino a Lord Jim en su despacho, a tres mil kilómetros de aquí, apretando el puño y maldiciendo el momento en que lo obligaron a reclutarme.
Está a punto de maldecir mucho más.
El objetivo al que quieren que elimine se encuentra en posición. Lo han atraído a la emboscada con alguna promesa que desconozco, dinero o poder, lo que mueve a los hombres desde el principio de los tiempos. No obstante, por lo poco que sé de este hombre en concreto, apuesto a que no es ninguna de esas dos cosas; lo único que le interesa a este es información, una exclusiva con la que un periodista podría cambiar el mundo. Solo que hay personas que no quieren que el mundo cambie.
Lo han citado junto al Bellagio a las diecinueve horas y él se ha presentado puntual. Expectante. Habrá tomado precauciones, sabe el peligro que entraña su investigación, pero debe de sentirse seguro en el centro de la ciudad, rodeado por decenas de turistas que van y vienen con sus cámaras fotográficas y sus teléfonos móviles. ¿Qué puede ocurrir en un sitio así? No imagina que sus enemigos no solo pretenden eliminarlo sino mandar un mensaje con su muerte: «No te metas con quien no debes». Todos sabemos con quién no hay que meterse. A él se le olvidó.
Ese hombre es el objetivo que la CIA me ha asignado, pero no es mi objetivo.
Inspiro…
Tú te hallas seiscientos metros más lejos, cuarenta y tres plantas por encima del suelo, al fresco de un apartamento con aire acondicionado. Llevo media hora con la cruz de la mira telescópica sobre tu pecho, esperando este momento.
Espiro…
El desierto de Nevada se extiende hasta el horizonte, arenoso y eterno, por encima de la cúpula de esmog de Las Vegas. Las lejanas montañas del Red Rock Canyon y el Sloan Canyon son oscuras sombras azuladas que se rompen en ondas de calor. Un calor que volveré a sentir cuando apriete el gatillo. Padeceré el aire tórrido que me cierra los pulmones, los hilos de sudor que lloran por mi frente y el pelo mojado que se me pega a la piel bajo la gorra. Blanca. Voy vestida de blanco como una sacerdotisa vudú, con ropa ligera y transpirable que me disfraza de técnico de aire acondicionado y alivia las altas temperaturas. O eso pretende. El único alivio real es mi concentración. No hay calor.
No hay ciudad ni personas ni tráfico ni voces ni música ni desierto ni montañas.
Solo estás tú, detrás de una mesa a mil cincuenta y siete metros de distancia, y una bala con tu nombre en la recámara.
Inspiro…
Entonces, como una de esas señales que han salpicado esta misión desde que me la propuse, una de esas señales que me dicen que, pese al peligro, estoy haciendo lo correcto, tú te pones en pie.
Espiro…
Mi respiración se ralentiza, mis pulsaciones descienden hasta rozar el paro cardíaco. Una brisa candente me lame la piel.
No la siento.
Inspiro…
Te giras hacia la ventana, tu cuerpo entero, alto y vigoroso, de frente a mí.
Espiro…
Avanzas un paso y te acercas al cristal. Te estiras.
El objetivo de la CIA debe de estar empezando a preocuparse. Le dijeron que se reunirían allí con él, pero allí no hay nadie. Lady Gaga sigue cantando.
I want your love, and I want your revenge
You and me could write a bad romance[1]
El punto de mira se entierra en tu muslo, a través del cristal.
Inspiro…
—Alfa uno…
Los próximos minutos se desarrollan en mi mente como un piloto de carreras que repasa el próximo circuito. Ya no hay marcha atrás. Sé qué va a ocurrir, cómo, a qué velocidad. He memorizado cada paso hasta hacerlos formar parte de mí.
Espiro…
—Alfa uno, ¿me copia?
Aguanto.
En la ciudad de Langley, Virginia, en la otra punta del país, la detonación del disparo retumba por los altavoces del despacho del supervisor de operaciones especiales James Bullard.
—-
[1] Quiero tu amor y quiero tu venganza
Tú y yo podríamos escribir un mal romance
1,
Lunes, 12 de julio – 22:02 h.
Langley, Virginia. Estados Unidos
—Alfa dos, confirme éxito —requirió el supervisor de operaciones James Bullard, a través del micrófono que reptaba hacia su mejilla desde los auriculares.
Tenía la boca seca, como en cada misión desde que ya no las dirigía de modo presencial, y buscó alivio en la taza de café que se enfriaba sobre la mesa.
Echaba de menos las acciones de campo, no iba a negarlo. Con cincuenta y nueve años, lo habían declarado demasiado mayor para correr por ciudades extranjeras, eliminar enemigos y robar información, y por Dios que lo echaba de menos. El despacho obtenido con el ascenso resultaba frío y aburrido comparado con la tensión de la calle. Por mucho que sus hombres retransmitieran en directo lo que estaba ocurriendo. No era lo mismo.
Sabía que la operación había salido bien. Cada una de ellas se planificaba con semanas o meses de adelanto, equipos de personas, en distintos departamentos, volcadas para que cada ínfimo detalle estuviera bajo control. Días y noches de preparativos para un único segundo definitorio: un disparo, un secuestro, una mentira. Una verdad. Él solía ser parte protagonista de ese segundo, pero ahora debía conformarse con escuchar desde la central de la CIA, en Langley, y acallar la nostalgia suicida entreteniendo su mente en otras actividades. Esa tarde, mientras el equipo aguardaba la llegada del objetivo en Las Vegas, se había dedicado a revisar los últimos flecos de la extracción: el avión los esperaba en Northtown y los permisos de salida estaban listos. ¿Por qué iba a preocuparse?
—Central, aquí Alfa dos. —De fondo escuchó el bullicio de la música a la que bailaban las fuentes del Bellagio.
—Adelante, Alfa dos. —Bebió un sorbo de café—. ¿Tiene confirmación visual? ¿El objetivo ha caído?
La respuesta tardó en llegar más de lo esperado. Durante ese lapso, la música cesó y el silencio se expandió sobre el despacho de Virginia tanto como sobre la ciudad de Las Vegas.
—Central, el objetivo no ha caído. Repito, el objetivo no ha caído. Continúa en posición.
La taza resbaló entre los dedos del supervisor Bullard, rebotó en la mesa y cayó hasta estrellarse contra el parqué con un golpe sordo. El café salpicó los ruedines de la silla y los zapatos de doscientos dólares del hombre que la ocupaba. El olor amargo no tardó en invadir sus fosas nasales.
—Repita, Alfa dos. —James Bullard, alias Lord Jim, se había levantado de un salto.
—El objetivo continúa en posición. Solicito órdenes.
—Alfa uno. —Bullard pronunció la llamada con los dedos clavados en la robusta mesa de su escritorio—. Alfa uno, informe.
Nada. Silencio. Un silencio gélido que decía más que mil imágenes. Y sus peores temores se volvieron realidad. Lo había hecho. Siempre supo que los traicionaría. Y lo había hecho.
—¡Equipo de apoyo, intercepten a Alfa uno! ¡Deténganla! —Cambió el canal de radio y seleccionó el que comunicaba directamente con la tiradora—. ¡Alfa uno! —llamó—. ¡Parker!
Nada.
—¡Joder!
Golpeó la mesa con el puño. El calor le abrasó la mano desde los nudillos hasta el codo, para convertirse, acto seguido, en una ola de frío que subía mucho más arriba, hasta el centro mismo de su cerebro.
Volvió a sentarse y tomó aire.
Siempre había sabido que algo así ocurriría. Aquella idea había sido una locura desde el principio. Una maldita asesina, una psicópata. Les repitió una y otra vez que no podían reclutar a alguien así, pero ellos insistieron. Y ahora, cuando les informara de lo que había ocurrido, todavía tendrían la desfachatez de culparlo a él.
Los había engañado. La asesina superó el entrenamiento con unas calificaciones que no permitieron dudar de su entrega, la prepararon y estudiaron a nivel físico y mental, y demostró con creces que tenía lo que hacía falta para operar sobre el terreno. Los exámenes psicológicos la validaron, concluyeron que estaba rehabilitada, que era una de ellos y jugaba de su lado. Y nadie le hizo caso cuando él insistió en que eso no era posible. La desplegaron en seis misiones reales y actuó con extrema eficacia en cada una de ellas, sin titubear.
Hasta ahora.
¿Por qué ahora? ¿Por qué en Las Vegas? ¿Por qué ese día?
¿Qué había fallado?
Todo iba bien. Llegaron a la localización elegida y se posicionaron según los planes. Ella subió a la azotea. Los tres hombres, enviados más para vigilarla que como un apoyo que nadie creía necesario, se mantuvieron a la espera en la furgoneta. Ella rechazó la presencia de un observador, como siempre. Con el alegato de que estaba acostumbrada a trabajar sola y una presencia la distraería, esa fue su única imposición desde el primer momento. ¿Verdad o excusa? Acataron su demanda, igual que las otras seis veces, y esperaron.
Y ella disparó. El sonido, recogido por el micrófono de la radio, retumbó a través de los altavoces del despacho del supervisor, en Virginia. Disparó. ¿A quién? A nadie, quizás. A lo mejor se trató de una maniobra de distracción para ganar tiempo y huir. O a lo mejor tenía otro objetivo y alguien estaba a punto de encontrar un cadáver con la femoral reventada en algún lugar de Las Vegas.
Bullard abrió el programa de rastreo e introdujo su clave de acceso. Tras el incidente del café, sus manos se veían tranquilas, el pulso había recuperado el ritmo habitual. Casi cuarenta años de entrenamiento de élite y experiencia acumulada lo habían convertido en un témpano de hielo, y sabía, sin la menor duda, que Kathleen Parker no lo tendría tan fácil como esperaba si pretendía librarse de él.
La pantalla del ordenador se volvió negra, con una única caja de introducción de datos y un botón: Buscar.
El listado de personas a las que la CIA había implantado un chip de rastreo daría varias vueltas a la manzana si pudiera imprimirse en un listado completo, solo que nadie poseía el nivel de autorización necesario para tal consulta. Tampoco Bullard, cuyo nivel solo daba acceso a los usuarios bajo su vigilancia. Algunas de esas personas eran conscientes de estar siendo rastreadas veinticuatro horas al día y lo aceptaban por su propia seguridad. La mayoría, sin embargo, no. Kathleen Parker pertenecía a este grupo.
Bullard tecleó «Parker, K» en el buscador y pinchó sobre el único nombre que sobrevivió al filtro.
—Chica lista —murmuró al ver el resultado en pantalla.
La mujer llevaba el rastreador en la espalda desde hacía casi dos años. Se lo habían implantado durante la operación en la que le arreglaron los desperfectos que la 9 milímetros de su amigo Mack Wyarmann había ocasionado en su pecho. Nadie le dijo que le habían puesto el rastreador, pero ella, por lo visto, lo imaginó.
Y ahora, sobre el plano de la ciudad de Las Vegas, el punto rojo que señalaba la localización de la fugitiva, de la asesina, de la traidora, dibujaba un disco de unos trescientos metros de circunferencia, en lugar de los cincuenta metros habituales. ¿Qué estaba usando para distorsionar la señal? No importaba. Más grande o más pequeño, el punto rojo estaba allí, y los tres operativos que la seguían eran profesionales.
Kathleen Parker continuaba en el edificio. Solo habían pasado dos minutos desde su traición.
—Alfa dos, informe.
—Aquí Alfa dos. —La voz del operativo sonaba agitada por la carrera. No cansada, haría falta mucho más que eso para cansar a uno de aquellos hombres, reclutados entre los miembros más destacados de las Fuerzas Especiales estadounidenses—. Me dirijo a la última localización conocida. Alfa tres vigila la salida principal y Alfa cuatro se ha situado en la trasera.
Tres hombres, dos salidas vigiladas. Una misión imposible. El hotel escogido para la misión ofrecía demasiados puntos por los que escapar. Salidas principales, secundarias y de emergencias, pasillos que comunicaban con los hoteles adyacentes, tiendas, habitaciones, alas… Lo habían considerado un punto a favor en caso de que algo saliera mal, pero nunca imaginaron que pudiera salir tan mal.
—¿En cuál de las traseras?
—En la que designamos como salida en caso de extracción forzosa. Es la que el objetivo debería conocer mejor.
Bullard ahogó una maldición. Y era justo hacia la que no se habría dirigido. Pero ¿a cuál otra podría mandarlo?
Con un juramento entre dientes, se arrancó el auricular de la oreja y lo sustituyó por el teléfono.
—¡Páseme con el director Causer! —gritó a su sorprendida secretaria.
Cada segundo era un paso atrás en una carrera contra el reloj. Estuviera donde estuviera, Parker sabía que llevaba ese rastreador y que ellos —él— lo estaban utilizando para encontrarla. Su primera misión sería inutilizarlo. ¿Cómo? No era fácil anular uno de aquellos minúsculos dispositivos de última tecnología, pero lo haría aunque tuviera que arrancárselo a mordiscos. Y la perderían.
Para siempre.
—Le paso con el director Causer, supervisor.
—Bullard —saludó su superior inmediato—. ¿Qué puedo hacer por ti?
James Bullard apretó los dientes. Estaba a punto de hacer algo que no había necesitado en casi cuarenta años de carrera: estaba a punto de pedir ayuda.
—Parker ha huido —resumió.
El silencio al otro lado del teléfono congeló la línea.
—Repita eso.
—No tengo tiempo. El rastreador la sitúa todavía en su última posición. Necesito ayuda local para cerrar el hotel Flamingo, en Las Vegas.
El director de operaciones Woodrow Causer tenía acceso a todos los procedimientos que se realizaban bajo su mando, aunque Bullard dudaba de que se mantuviera al día de los mismos. Por suerte, no se detuvo en pedir explicaciones.
—Me pongo en contacto con el FBI. Mándame los datos del operativo al cargo.
Bullard cortó la llamada y escribió el correo electrónico más rápido que había redactado en su vida.
Implicar al FBI era su única posibilidad de éxito y, al mismo tiempo, una terrible posibilidad de fracaso.
La CIA no posee jurisdicción en territorio estadounidense, para eso están el FBI, Seguridad Nacional y tantas otras agencias. Según la ley, la CIA solo puede intervenir allí donde aquellas no alcanzan, allende las fronteras, y nadie debía descubrir nunca la verdad: que actuaban en casa y en el extranjero indistintamente; unas veces con conocimiento de los de arriba y otras sin él. Su misión consistía en proteger al país de sus enemigos, y estos se encontraban dentro más a menudo que fuera.
Si Parker cantaba la mitad de lo que sabía a los agentes del FBI, sus palabras harían más ruido que un bombardero. Necesitaban toda la ayuda posible para atraparla y necesitaban que mantuviera la boca cerrada.
—Los refuerzos están en camino —informó a los operativos por el micrófono—. Alfa uno es el objetivo a partir de ahora. Está armada y es peligrosa. Tienen mi autorización para emplear el uso de la fuerza. Que no escape.
—Recibido —respondieron los hombres del equipo.
El supervisor Bullard no compartía la confianza que desprendían sus voces. Al contrario que ellos, él sí sabía quién era la mujer a la que debían perseguir. La CIA se había enamorado del perfil de la asesina porque, durante más de veinte años, esta había logrado escapar de la ley. Hicieron falta siete meses de infiltración y una bala en el pecho para atraparla. Ahora se encontraba en una ciudad desconocida, sin amigos ni recursos, pero eso no significaba nada.
Si había elegido ese día para huir, debía de tener un plan organizado.
—Alfa cuatro, informe.
—Negativo, señor. No la veo.
—Alfa tres.
—Negativo.
—Alfa dos.
—Estoy llegando a la azotea.
Veintiocho plantas por las escaleras en menos de cinco minutos. No estaba mal. Bullard aguantó la respiración y afinó el oído para escuchar el ruido de la puerta cuando su hombre la abriera. Estaba convencido de que no encontraría a Parker allí, y aun así temía escuchar el disparo de un Barrett MRAD y el inconfundible sonido de la cabeza de un operativo de la CIA que explota por los aires. No, ella no dispararía a la cabeza, Parker reverenciaba aquella extraña regla a la que se ceñía con devoción católica.
Se ajustó el auricular en el que las voces de sus hombres intercambiaban órdenes y «Negativos» como bolas de nieve. Negativo. Negativo. No sabían dónde buscar y jamás lograrían encontrarla en aquel laberinto.
En ese momento, el círculo rojo de la pantalla se movió.
El supervisor Bullard se incorporó en la silla.
—¡Alfa dos, informe! ¡El objetivo se mueve!
—Aquí Alfa dos. Negativo, señor. La azotea está vacía.
—¡Me cago en todo! —gritó Bullard.
—Ha dejado aquí el fusil y la ropa.
El hombre al que Kathleen llamaba Lord Jim no permitió que esa idea calara en su cerebro. Que hubiera dejado atrás el Barrett no significaba que estuviera desarmada.
—¡Encuéntrenla! —No se fiaba de ella. Jamás debería haberse fiado de ella. Ahora ni siquiera sabía qué ropa llevaba—. ¡Alfa tres!
—Aquí Alfa tres, estoy en el vestíbulo. Por aquí no ha pasado.
—Por aquí tampoco —exclamó Alfa cuatro desde el callejón al que accedía una de las salidas secundarias del edificio.
—¡Me importa una mierda por dónde haya salido! ¡Está fuera y se mueve a toda leche! Dirección norte por el Strip. ¡Ya! ¡Ya!
El supervisor Bullard amplió el mapa en la pantalla del ordenador y se permitió una sonrisa victoriosa. Se había metido en el Strip. Estaba acabada.
La enorme avenida atravesaba la ciudad de sur a norte en una línea recta como la trayectoria de una bala. Parecía una vía de escape sencilla, pero el Strip, donde se alinean como putas el ochenta por ciento de los inmensos hoteles y casinos de la ciudad, era un infierno para el tráfico, paralizado por atascos, semáforos, vehículos y peatones borrachos que cruzaban por cualquier sitio.
—Aquí Alfa cuatro. He recogido a Alfa tres y nos dirigimos en persecución del objetivo, dirección norte.
—Aquí central. Comparto pantalla de rastreo. Dense prisa.
Si alguno de los operativos se extrañó de que su compañera llevara un dispositivo de rastreo no lo mencionó.
—Recibido. Tenemos señal. Dirección norte por el Strip.
Los gritos de los hombres del equipo se perdieron en la maraña de pensamientos que ocupaba la mente de su jefe. El punto rojo, un círculo que aumentaba y disminuía de tamaño sin motivo aparente, se alejaba demasiado rápido para una persona que va a pie. Quizá hubiera subido a un taxi o hubiera robado un coche, pero ambas maniobras dejarían testigos y cabos sueltos fáciles de rastrear. No. Había dispuesto un vehículo en algún lugar, quizás en el mismo aparcamiento del edificio. No obstante, un coche estaría obligado a detenerse cada pocos metros. En cambio, ella avanzaba por aquella línea recta sin aflojar la velocidad. Como si volara. Como una…
—¡Atención! ¡Va en moto! Repito, va en moto. Está atravesando el Strip en una moto.
Lord Jim cargó en el mapa la señal del dispositivo de rastreo que llevaba incorporado el vehículo de sus hombres. La moto de Parker —porque solo eso explicaría la endiablada velocidad a la que se movía el maldito círculo rojo— había ganado ya cuatrocientos metros de ventaja con el círculo amarillo, mucho más pequeño y nítido, que identificaba a sus perseguidores.
—Informe, Alfa cuatro.
—Estamos en el Strip, señor. —Fue Alfa tres quien contestó. Su compañero debía de estar demasiado concentrado al volante—. No veo al objetivo, hay mucho tráfico.
—¡Joder! ¡Sigan la señal!
Lord Jim apretaba los puños sobre la mesa. Los puños, los dientes, la tripa. Todo su cuerpo temblaba de rabia. Aquella misión debía haber sido una más, Parker ya había actuado en seis ocasiones y no les había fallado. Hasta ahora.
—Gira hacia el este. Vamos tras ella.
James Bullard negó en la soledad del despacho. Parker les sacaba más de seiscientos metros de ventaja. ¿Cuánto tardaría un coche en recortar esa diferencia?
—¡Norte! —gritó de nuevo Alfa tres, que debía de ir siguiendo el recorrido de la fugitiva en la pantalla del dispositivo. ¿Cuánto tardaría ese confuso punto rojo en dejarlos a oscuras?
—Mierda —susurró Bullard.
Y la mierda se hizo más grande.
—¡Se ha detenido!
—Lo vemos. Lo vemos. Nos acercamos.
Sí. Pero ¿a dónde? Trescientos metros de circunferencia abarcaban una manzana entera, ocho edificios en lo que llamaban el downtown de Las Vegas, la zona vieja. ¿Por dónde empezar a buscar?
Bullard supo que todo había terminado. La cuenta atrás estaba en marcha y solo quedaban minutos, segundos, acaso, hasta que Parker desactivara el rastreador.
Las uñas bien cortadas tamborileaban impacientes sobre la mesa de su dueño.
Cuatrocientos metros.
Un minuto.
Doscientos metros.
Dos minutos.
Inspira…
Cien metros.
Tres minutos.
El círculo rojo se definió en la pantalla, perfilado y nítido como una gota de sangre.
Cincuenta metros.
Y desapareció.
—¡He perdido la señal! —exclamó Alfa tres.
—Tiene que estar por ahí. No puede haber ido muy lejos. Manténganse alerta y comprueben la última localización.
La pantalla no mostraba más que un plano de Las Vegas y el círculo amarillo correspondiente al vehículo del equipo. Inmóvil, perdido. El círculo rojo era un fantasma que había dejado de existir. Igual que Kathleen Parker.
—Te atraparé, Parker —prometió Bullard al micrófono.
Porque sabía que ella, a tres mil kilómetros de distancia, lo estaba escuchando.