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En el punto de mira – Primeros capítulos

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SINOPSIS

Londres. Un letal francotirador mantiene en jaque a Scotland Yard desde hace años. Es infalible, y su habilidad para no dejar pistas le ha granjeado el apodo de el Fantasma. A su pesar, el inspector Daniel Ryman recibe el encargo de investigar su último trabajo, el asesinato de un importante multimillonario en medio de la City, a plena luz del día.

Lo que nadie imagina es que el Fantasma es una mujer, Kathleen Addams, quien interpreta a la perfección el papel de exitosa empresaria al mismo tiempo que ofrece sus servicios como asesina a sueldo con la ayuda de su socio, un conocido hacker.

Cazador y presa se embarcarán en una persecución que hará tambalear sus convicciones. ¿Dónde está la línea que separa el bien y el mal? ¿Cuándo es necesario impartir justicia?

Una novela policíaca con regusto a negra y con el ritmo de un thriller, que mantiene al lector pegado a sus páginas.

PRÓLOGO
Viernes, 20 de mayo – 16:14 h.
TYD Square. Londres

Tu vida no puede ser más perfecta. Lo sabes. Te lo repites todas las mañanas cuando te levantas, pero no dejas de maravillarte ante la evidencia cada vez que un proyecto llega a término, cada vez que una idea se convierte en una genialidad. Como acaba de ocurrir ahora mismo.

Cuelgas el teléfono y te recuestas sobre tu confortable silla de cuero negro. El único problema que oscurecía tu futuro se resolverá dentro de unos días, te lo acaban de confirmar, así que la vida se abre ante tus ojos sencilla a partir de ahora.

Giras la silla sobre su eje y observas el ventanal que se alza a tu espalda. Desde tu despacho, en la planta treinta de tu propio rascacielos, la ciudad de Londres se te ofrece como si dijera «Tómame, soy tuya». Es casi erótico. El Támesis serpentea a tu izquierda, en el horizonte puedes ver la noria del Golden Eye y, si el día estuviera claro, podrías divisar tras ella el Parlamento e, incluso, el Big Ben. Pero el día no está claro. ¿Cuándo lo está en Londres?

Le das la espalda a las vistas y te concentras de nuevo en el trabajo. Tienes que llamar a tus socios para decirles que el asunto está arreglado. Empezarás por Davies y dejarás a Yates para el final. Te da pereza llamar a Yates. A veces puede ser tan cobarde, tan débil, que te saca de tus casillas. Aunque lo quieres, claro, lo  conoces desde hace… ¿Cuántos años, mil? Desde la Universidad. Resoplas al calcular que han pasado ya casi cuatro décadas. Madre mía, no lo quieres ni pensar.

Por suerte, el característico timbrazo del intercomunicador interrumpe ese recuerdo. Aprietas el botón para contestar.

—Dime, Maggie.

—Lo llama su mujer, señor Thompson.

—¿No le has dicho que estoy a punto de marcharme?

—Sí, señor. Pero dice que es urgente.

Te planteas no contestar. Lo que tu mujer considera urgente suele estar a años luz de lo que tú consideras urgente, pero estás teniendo un buen día, así que le dices a tu secretaria que te pase la llamada. Un segundo después, escuchas la suave voz de Beatrice al otro lado de la línea.

Como te temías, lo que tanto le preocupaba es una estupidez sobre la próxima reunión social a la que pretende llevarte este fin de semana. No tardas en desconectar de la conversación y abstraerte en su voz, una bonita voz, por suerte para ti, porque no para de hablar en todo el día. Es una mujer dócil, y eso te gusta, aunque a veces preferirías que tuviera algo de sangre en el cuerpo. No pasa nada, para cuerpos tienes el de Maggie y, cuando te aburras de ella, buscarás
otra secretaria y se acabó. A un hombre de tu posición no le cuesta encontrar mujeres, aunque hayas pasado ya de los sesenta. ¡Qué demonios!, te conservas bastante bien, ¿no?

Murmuras algo que lleva a tu mujer a la conclusión de que le has dado la razón. Con una alegre despedida cuelga el teléfono, y tú te preguntas, preocupado, qué habrás dicho.

Alguien golpea con los nudillos en la puerta del despacho. Gritas «Adelante».

La puerta se abre y entra Maggie.

Tu secretaria va vestida como te gusta, con esa minifalda negra que te vuelve loco y una camisa azul celeste que te ofrece el inicio de sus pechos. Le prestas toda tu atención de inmediato. Ella te mira seductora desde la puerta y sonríe.

—Señor, son casi las cuatro y media —dice.

Miras el reloj y asientes, tienes que marcharte ya o llegarás tarde a la reunión.

Maggie se aparta a un lado para que entren tus guardaespaldas.

Ilia y Jack ya la conocen y ni le prestan atención, pero el nuevo, Aleksandr, todavía no se ha acostumbrado a tus normas. Sus ojos se deleitan en sus curvas cuando pasa junto a ella. Tendrás que hablar con él. Como le ponga una mano encima le arruinarás la vida sin inmutarte. Puedes hacerlo.

—Señor Thompson. —Ilia te saluda. Se ha colocado frente a tu mesa, con las manos cruzadas ante el cuerpo, las piernas entreabiertas, la mirada fría. Es un profesional.

Te levantas y echas un vistazo a la mesa para comprobar que no olvidas nada. Mierda, tenías que llamar a Davies y a Yates. Necesitas que den el visto bueno a la solución de ese problemilla que teníais. Decides que los llamarás desde el coche.

Pasas junto a Maggie, que te sonríe complaciente. Tú la ignoras. No te importa que todo el mundo en la empresa sospeche que te acuestas con ella, pero no puedes permitir que tengan ninguna prueba, así que pasas de largo y tus guardaespaldas te siguen.

A tu paso tus empleados se apartan con admiración. Eres el amo y señor de todo esto, incluidas sus vidas. Saludas a algunos de ellos y entras en el ascensor. Tus guardaespaldas se colocan entre tú y la puerta, de modo que todo lo que ves son tres espaldas anchas, tres cabezas con el mismo corte de pelo a cepillo, milimétrico.

«Estos exmilitares nunca se sacan el ejército de las venas».

La puerta del ascensor se abre. Estás en medio del vestíbulo cuando suena el teléfono móvil en el bolsillo de tu chaqueta. Miras la pantalla. Tu hijo, Jefferson, sonríe desde una fotografía tomada las últimas navidades.

—Jeffrey, ¿qué ocurre?

—Hola papá, he ido a tu despacho y Margaret me ha dicho que acababas de salir.

—Sí. ¿Necesitas algo?

—No, es que mamá me acaba de llamar. —Te detienes a mitad de un paso y resoplas con disgusto por la nariz. ¿Es que esa mujer no te va a dejar hoy en paz?—. Dice que ha hablado contigo, pero que cree que no te has enterado de nada de lo que te ha dicho.

Una carcajada escapa entre tus dientes. Al fin y al cabo, la muy zorra te conoce bien. Al otro lado de la línea Jeffrey también se ríe.

—Oye, hijo, es un mal momento, voy camino de una reunión importante. Llámala y dile que hablaré con ella en cuanto acabe, ¿de acuerdo?

Jeffrey accede y cortas la conversación. Con un gesto a tus guardaespaldas, reemprendéis el camino. Ilia y Aleksandr van delante de ti, Jack te cubre la espalda.

El sol te ciega durante un instante cuando salís del edificio. Hace frío, demasiado para estar a finales de mayo, aunque, por lo menos, ha aparecido un rayo de sol. Las nubes lo acechan con las peores intenciones, pero el cielo se resiste a ocultarse tras ellas. No hay un presagio mejor. Tomas una bocanada de aire y sigues a tus hombres. Al otro lado de la plaza te espera la limusina que te llevará a la reunión. Maksim aguarda junto a ella con la puerta abierta.

Pasáis junto a un turista que se está sacando una foto con el móvil junto a la fuente. Al fondo corre una mujer con el teléfono pegado a la oreja. Algo más allá, un grupo de directivos de tu empresa atraviesa la plaza y te hace un saludo rápido antes de continuar su camino hacia la oficina. Esperas que vengan de hacer algo útil y no de tomarse una pinta en el…

Algo te golpea y te hace caer de espaldas al suelo. Te desplomas con tanta fuerza que tu cabeza choca contra el pavimento. Un fogonazo blanco te ciega. Gritas. No sabes lo que ha sido, pero te duele la pierna si intentas levantarte. ¿Qué está pasando?

Ilia y Aleksandr se inclinan sobre ti. A tu espalda ves a Jack. Ha sacado el arma y la apunta hacia todos lados, pero no dispara.

No entiendes nada. Un frío ártico te envuelve. ¿Qué ocurre? ¿Por qué hace tanto frío?

Ilia te habla a gritos, pero no entiendes lo que dice. Te presiona en el muslo. Tratas de apartarte, sorprendido por su atrevimiento, pero no eres capaz de  moverte. Te fijas en sus manos y observas horrorizado que están manchadas de sangre. Tú también lo estás. Un dolor sordo que parte de la pierna te aplasta contra el suelo.

—¿Qué está pasando? —intentas preguntar, pero apenas te sale un desagradable balbuceo.

Esto no puede ser real. Tienes frío. Ilia sigue presionándote en el muslo mientras Aleksandr te grita algo que ni siquiera escuchas. Estás agotado. Cierras los ojos. Notas que alguien te zarandea con violencia y los vuelves a abrir para mirar a tu guardaespaldas. Decides que como no se esté quieto lo vas a despedir.

—¡Déjame en paz! —De nuevo, intentas gritar. De tu boca, seca y rasposa, no sale nada.

Por encima de la cabeza de Ilia, las nubes han vuelto a cerrarse.

Tu guardaespaldas te zarandea otra vez, pero ya no tienes fuerzas para protestar, se te cierran los ojos. El frío va remitiendo, por fin. Ya no sientes nada y el mundo se vuelve negro. Te repites, una última vez, que esto no puede ser verdad.

1,
Viernes, 20 de mayo – 16:32 h.
Canary Wharf. Londres

Inspira… espira… inspira… espira…

La mujer desarmó el fusil AX-308 lo más rápido que pudo: el bípode, la mira telescópica, el silenciador y el cañón. Guardó las piezas en el falso fondo de una bolsa de deporte junto con el casquillo, que había caído al suelo. Recogió la tela que había impedido la transferencia de pólvora sobre la mesa y la manta que había extendido en el suelo a fin de no dejar pruebas. Dobló ambas cosas con rapidez y las guardó en la bolsa. Colocó el falso fondo, distribuyó un montón de ropa de deporte encima y la cerró. Sin perder un segundo, devolvió los muebles a su sitio: la butaca en la que había estado sentada, la mesilla sobre la que había apoyado el fusil y la lamparita que había retirado para tener mayor amplitud de movimiento.

Inspira… espira… inspira… espira…

Actuaba con la agilidad de quien ha repetido los mismos movimientos centenares de veces, con la respiración controlada. El pulso no reflejaba la adrenalina que le corría por las venas. Su vida dependía de que mantuviera la calma y actuase con tranquilidad, de que ejecutara uno por uno los pasos que le faltaban para salir de allí sin errores. Como había hecho siempre.

Echó un último vistazo a la habitación para confirmar que no dejaba ninguna señal de su estancia. El pequeño despacho, de apenas diez metros cuadrados, era la  oficina de un asesor fiscal de poca monta. El mobiliario ofrecía un aspecto descuidado bajo miles de motas de polvo que danzaban en el rayo de luz que entraba desde el exterior. El constante retumbar de una obra de acondicionamiento de la vía pública, quince pisos más abajo, se metía por la ventana y hacía temblar todo el edificio. Era esa, y no otra, la razón por la que había elegido aquella oficina. Si sus cálculos eran correctos, el estruendo debería haber camuflado la detonación. La ausencia de reacción en el exterior del despacho parecía confirmarlo.

Inspira… espira… inspira… espira…

Apenas había pasado un minuto.

Se colgó la pesada bolsa de deporte en un hombro y un elegante maletín de cuero negro en el otro. Con ambas cosas bien equilibradas, se dirigió a la puerta. Pegó  el oído a la madera y comprobó que no se escuchaba nada al otro lado. Se arregló un poco el pelo, tomó aire una vez más y salió. El pasillo estaba vacío. Cerró, se quitó los guantes, los volvió del revés y los metió en el maletín.

Una moqueta en tonos grises silenció sus pasos. A ambos lados del corredor se alineaban media docena de puertas de caoba, y, tras cada una que dejaba atrás, escuchaba el ajetreo propio de una tarde de trabajo: teléfonos, conversaciones… Nada que hiciera sospechar que alguien hubiera oído lo ocurrido a escasos metros de su rutina.

Llamó al ascensor y ocupó un hueco junto a otros seis hombres y mujeres que se apartaron para dejar espacio a la voluminosa maleta que llevaba. Algunos hablaban entre ellos, otros trasteaban en silencio con sus smartphones. Ella sacó el suyo del maletín y desactivó el modo Silencio que había activado al llegar. La pantalla no mostraba ningún mensaje, así que lo volvió a guardar con alivio. Todo iba bien.

Se fijó en la imagen que le devolvía el espejo de la pared. Su aspecto no llamaba la atención sobre las demás mujeres del ascensor. Se pasó la mano por el pelo para arreglar la media melena rubia que le caía sobre los hombros. Uno de los ocupantes del cubículo levantó la vista de su teléfono y la miró, sonrió. Ella le devolvió una sonrisa más seca y distante que la suya. El hombre devolvió la mirada al dispositivo y nadie más le prestó atención.

Llevaba más de quince años dedicándose a eso, pero la experiencia no había logrado rebajar la tensión de los primeros minutos después de un disparo. Notaba cada centímetro de su cuerpo, cada poro, cada músculo. Los tacones hacían demasiado ruido, el maletín le golpeaba la cadera a cada paso, la bolsa de deporte pesaba una tonelada… Sentía como si llevara un cartel de neón en la frente anunciando lo que acababa de hacer, y le parecía increíble que nadie se fijara en ella, pero así era.

Inspira… espira… inspira… espira…

Unos segundos después se encontró, por fin, en la calle. Las nubes se habían cerrado sobre la ciudad en las horas que había pasado recluida en la oficina. Dentro de poco ya no quedaría ni rastro de los jirones de cielo que todavía se apreciaban. Aun así, se detuvo para ponerse las gafas de sol y, de paso, echar un vistazo a su alrededor.

A la izquierda los obreros continuaban con su trabajo ensordecedor. Quinientos metros más allá se intuía una plaza en la que había comenzado a armarse gran revuelo. Había visto esa misma imagen decenas de veces: gente histérica que gritaba, que pedía una ambulancia, que llamaba por el móvil o, incluso, sacaba  otos sin entender aún lo ocurrido. Algunos echarían a correr, temerosos de un atentado terrorista; otros se quedarían esperando su minuto de gloria cuando llegaran las cámaras.

Desde su posición no veía la causa del alboroto, pero tampoco lo necesitaba. Lo sabía demasiado bien. En medio del gentío había un hombre muerto con una pierna reventada por un disparo. Las ambulancias serían inútiles, pero, en diez o quince minutos, según el tráfico, el lugar estaría lleno de ellas, además de coches de policía y furgonetas de todas las cadenas de televisión. No tenía tiempo para quedarse a ver el espectáculo. Se cerró la chaqueta y continuó su camino.

Giró a la izquierda por Upper Bank St. hasta el Jubilee Park, donde se encontraba la estación de metro. Se había cuidado mucho de mimetizar su aspecto con el de la fauna autóctona: el traje gris oscuro de Armani, el pelo rubio en media melena, los zapatos Louboutin de tacón alto, el maletín y la bolsa de gimnasio al hombro.  Nadie que la viera sería capaz de distinguirla entre las decenas de mujeres con el mismo aspecto que circulaban a su alrededor, y era de eso, precisamente, de lo que se trataba.

Inspira… espira… inspira… espira…

Entró en la estación de metro. Apenas tuvo que esperar unos minutos antes de que el tren hiciera su aparición. Los seis kilos del AX-308 la atenazaban como una soga al cuello que no le permitía pensar en nada más. Cualquier error y la descubrirían. Pero ella no cometía errores.

Las puertas del tren se abrieron y ella entró.

Todo iba bien, por supuesto.

Bajó en su estación, lejos del centro y salió a la calle. Cuanta más distancia interponía con su último objetivo, más tranquila se sentía, de modo que apuró el paso hasta el gran edificio de aparcamientos en el que había dejado el coche. Abrió el maletero de su Toyota híbrido —igual a los otros cientos que colapsaban las calles de la ciudad— y echó un vistazo alrededor. Un jeep negro pasaba en ese momento por delante. Se ocultó hasta que siguió de largo. Aquel viejo aparcamiento no disponía de cámaras de seguridad, así que, tras comprobar que nadie podría verla, se quitó la peluca y la guardó. Se rascó con fuerza la cabeza para que el cabello, cobrizo, cayera libre sobre la espalda. Se quitó también la chaqueta y la metió en el maletero junto con todo lo demás. Subió al coche, conectó  el móvil a la radio y seleccionó entre su colección de música online un disco de Rammstein, algo cañero que la ayudara a liberar la tensión. Entonces,
por fin, arrancó el motor y salió del edificio.

2,
Viernes, 20 de mayo – 17:48 h.
TYD Square. Londres

Al acercarse a la escena del crimen, el inspector Daniel Ryman no pudo evitar proferir una maldición. No importaba lo rápido que intentara responder a un aviso, de un modo u otro, los periodistas se las arreglaban para llegar antes que él. Aunque era cierto que el lugar no podía considerarse discreto, pues la Plaza TYD se encontraba en pleno centro del Canary Wharf, una de las áreas financieras más importantes de la ciudad; y el crimen, producido a plena luz del día, había sido presenciado por decenas de personas.

Los curiosos y periodistas, amontonados contra la cinta de plástico azul y blanco que delimitaba la zona, se hicieron a un lado al escuchar el claxon. El agente que vigilaba el acceso se acercó al coche, comprobó su placa y levantó el cordón. El inspector aceleró y se internó en el área protegida hasta encontrar un hueco vacío en el que aparcar sin molestar a nadie.

Al bajar del coche lo recibieron los gritos de los periodistas que, tras el cordón policial, trataban de obtener una declaración sin saber que, aunque hubiese querido dársela, todavía no tenía nada para ellos.

—¡Vamos, Daniel, cariño, cuéntanos algo!

Klly Knight siempre era la primera en llegar a todas partes. Cada vez que lo veía, intentaba coquetear con él para sonsacarle información. El inspector negó con la cabeza desde la distancia y reanudó su camino. Era una mujer atractiva, desde luego, rubia y esbelta, pero no se fiaba de ella. Ni su interés hacia él era real ni se habría privado de publicar hasta la última palabra que le dijera. Cuanto más lejos se mantuviera de ella, mucho mejor.

El sargento Saunders, que se encontraba junto al cadáver, se volvió al oír sus pasos. Su compañero era todo lo que habría hecho perder los nervios a cualquier agente: joven, enérgico, incapaz de mantener la atención en algo más de diez segundos, o menos de cinco, si era una mujer la que pasaba a su lado. Además, fumaba de manera compulsiva, lo que resultaba desesperante para Daniel, que contaba ocho meses sin fumar y nunca dejaría de anhelar un cigarro. Pero el inspector Ryman llevaba casi cuatro años trabajando con él y no lo habría cambiado por nada.

Lo saludó con una palmada en el hombro, que el sargento no le devolvió. Llevaba puestos los guantes violetas reglamentarios y ya lucía algunas manchas de sangre que mostraban que no había resistido la tentación de curiosear en la herida.

—Siento llegar tan tarde —se disculpó el inspector—. Estaba en el juicio del caso Fallon.

—No te preocupes, está todo organizado —respondió su compañero. Luego, con un gesto vago hacia la víctima, añadió—. Aquí tienes a tu hombre.

Daniel se giró hacia el cadáver. Había quedado tendido en el suelo, boca arriba, cubierto de sangre coagulada desde la cintura hasta los pies, y también el pecho y la cara, salpicados de grandes manchas. Un enorme charco negruzco se había formado bajo el cuerpo. De él partía un espeso reguero que llegaba hasta la calle y se alejaba, aún, un metro más.

—Por Dios, ¿cuánta sangre ha perdido este tío?

—Toda —resumió Saunders—. Fue un francotirador. Le reventó la femoral y se desangró casi de inmediato.

—¿La femoral?

El inspector miró a su compañero, que le devolvió la mirada con gesto grave. Una de las cejas, arqueada, esperaba una reacción por parte de su superior, pero este se limitó a negar con la cabeza.

—No nos adelantemos a los hechos.

Buscó a su alrededor a alguno de los agentes de la unidad forense y le pidió unos guantes al primero que encontró. Se los puso, se cubrió los pies con unas bolsas cobertoras y se agachó junto al cadáver, con cuidado de no pisar la sangre.

La víctima era un hombre de unos sesenta y pocos años, pelo canoso, metro setenta y algo de altura y unos noventa kilos de peso. Aún tenía los ojos abiertos y las pupilas vidriosas se perdían en las nubes con una expresión de sorpresa, casi incredulidad.

La herida en la pierna presentaba un aspecto repugnante. Le faltaba un trozo de muslo de casi un palmo y, lo que quedaba, permanecía unido al cuerpo de forma precaria por los restos de lo que debían de haber sido músculos antes de convertirse en… Bueno, resultaba imposible definir lo que eran ahora. A través de la  herida asomaba el hueso seccionado. Este, el músculo, la piel, las venas… Todo estaba cubierto de sangre coagulada y pegajosa. Era imposible apreciar con detalle el orificio de entrada y el de salida, pero lo que sí quedaba claro era que la bala ya no estaba allí.

—¿Sabemos quién es?

No obtuvo respuesta.

Alzó la mirada hacia su compañero y lo descubrió devorando con los ojos a una joven agente enfundada en un mono blanco de la unidad forense. Se incorporó con una maldición en los labios.

—Saunders, aquí. —Chasqueó los dedos ante sus ojos hasta que el sargento se volvió con una sonrisa traviesa que no se molestó en ocultar—. ¿Sabemos quién es? —repitió, señalando el cadáver.

—Sí, desde luego. —Saunders repasó su libreta de notas. Iba dejando manchas de sangre reseca aquí y allá, pero no parecía muy preocupado por ello—. El chavalote es Arthur Reginald Thompson. Era uno de los socios de Thompson, Yates y Davies, ¿te suena? Son los peces gordos dueños de todo esto.

Trazó un arco con el brazo para abarcar el edificio a su espalda, y el inspector miró a su alrededor por primera vez.

La Thompson, Yates & Davies Square —TYD Sq. como la llamaban los londinenses para acortar— era una coqueta plaza situada en pleno centro neurálgico de los  negocios de la ciudad, que había sido construida al mismo tiempo que la sede de la compañía a la que debía el nombre, una de las principales empresas financieras del país. El perímetro estaba rodeado de arbustos y algunos árboles en puntos estratégicos, bajo los cuales se distribuían unos bancos de madera blanca que debían de estar llenos de gente en el momento del crimen, pero que ahora lucían tristes en su soledad. En el centro, a escasos metros del cadáver, una fuente redonda de piedra ponía sonido a la escena con un débil chorro de agua que manaba de su interior.

El edificio Thompson, Yates & Davies dominaba la plaza con aire dictatorial. Estaba formado por cuatro torres de distintas alturas con miles de ventanas de cristal oscuro que impedían la visión hacia el interior. No sabía con exactitud a qué se dedicaban allí dentro: bolsa, inversiones o lo que fuera. Lo que el inspector  sí sabía era que un asesinato como aquel iba a acarrearle muchísimos problemas.

—¿Qué pasa con los otros socios, Yates y Davies, están aquí?

—Davies está de viaje, Yates bajó en cuanto ocurrió todo, prestó declaración y se largó otra vez. Apenas estuvo unos minutos. Por supuesto, alegó que no sabía nada.

—¿Parecía afectado?

Saunders negó con indiferencia.

—Yo más bien diría que estaba nervioso. Dijo que avisará a Davies para que regrese del viaje lo antes posible, pero no parecía tener muchas ganas de colaborar.  Ya te digo que se largó tan rápido como…

—Inspector.

El inspector Ryman se volvió hacia la voz que los había interrumpido y se encontró con el rostro experimentado del juez de instrucción y el impresionado de su ayudante, que permanecía varios pasos por detrás de su jefe. Tras los obligatorios apretones de manos, los detectives se alejaron para dejarlos trabajar.

La plaza bullía de actividad como una fiesta universitaria. Los miembros de la policía forense, con los característicos monos blancos, tomaban muestras por toda la zona. Algunos policías uniformados protegían el perímetro de los curiosos mientras, en una esquina, otros interrogaban a un grupo de unas doce personas que habían presenciado lo ocurrido.

—¿Testigos? —Los señaló con un gesto de la barbilla.

—Sí —confirmó su compañero—. Muchos. Los sanitarios han tenido que atender a varios por ataques de pánico o de ansiedad, pero, por ahora, todos coinciden en las declaraciones: la víctima salía del edificio junto a tres tipos más cuando, de repente, le estalló la pierna, se revolvió por el suelo unos segundos, sangrando a borbotones, y murió.

—¿Iba con tres personas más? ¿Quiénes eran? Quiero hablar con ellos.

Saunders señaló las tres ambulancias que habían invadido una esquina del perímetro. Un grupo de once personas se arremolinaban junto a la más alejada. Se fijó en tres. Sus ropas estaban teñidas de sangre, pero ellos permanecían impertérritos pese a lo que acababan de vivir. Su aspecto era similar, casi uniformado: altos, de constitución grande, porte militar, con el pelo cortado a cepillo. Los otros ocho miembros del grupo vestían de manera elegante: traje caro, zapatos brillantes, peinado perfecto, maletín de marca, uniformados a su elitista manera. Daniel reconoció la especie sin titubear.

—Abogados —murmuró con aversión, sin que en realidad fuera una pregunta.

Saunders levantó el labio en un gesto de desdén.

—Todo un batallón. Ya estaban aquí cuando llegamos. Apenas les han dejado responder un par de preguntas, pero, por supuesto, ya los he citado en la central. Una de las abogadas no está nada mal…

Le guiñó un ojo, pero el inspector lo ignoró.

—¿Quiénes son los tres gigantones?

—Sí, eso es interesante, eran los guardaespaldas del muerto.

El inspector gruñó un asentimiento.

—Tienen esa pinta. ¿Sabemos para qué necesitaba tres guardaespaldas?

—No dan ninguna explicación: era un hombre muy poderoso, esos hombres siempre tienen enemigos, blablabla… —El sargento puso los ojos en blanco y dibujó una sonrisa burlona— Pero no dan ningún nombre en concreto.

El inspector no se extrañó. No era el primer ejecutivo que, con motivo o sin él, gustaba de hacerse acompañar por un par de gorilas.

—¿Qué más? —preguntó—. ¿Habéis encontrado la bala?

—Oh, sí. —Saunders se arrodilló junto a un maletín de pruebas, rebuscó en él unos segundos y se levantó con una pequeña bolsa transparente, sellada y etiquetada por algún miembro de la unidad forense.

El inspector la cogió y observó lo que había en su interior. No dudaba de que, alguna vez, aquello hubiera sido una bala, pero, en ese momento, apenas era una masa informe de plomo retorcido.

—Es enorme —murmuró—. ¿Es un .308? ¿Dónde estaba?

—Un .308, sí, eso parece. Confirmarán el calibre en balística, pero ha dejado un buen agujero. Ven.

Saunders se alejó unos metros del cadáver y señaló un punto en el suelo. El inspector no pudo evitar un silbido de admiración al agacharse junto a él. El impacto había abierto un hoyo del tamaño de un puño en el pavimento, y se distinguía con claridad el ángulo por el que había penetrado el proyectil hasta quedar encajado a unos centímetros de profundidad.

—Muestra la posición del tirador sin ninguna duda —comentó su compañero, al tiempo que señalaba hacia una de las avenidas que desembocaban en la plaza.

Daniel siguió la trayectoria de aquel dedo para ir a encontrarse con ventanas, centenares, miles de ventanas que lo acechaban desde todos los ángulos. La avenida se alejaba en línea recta en dirección a tres moles de hormigón y cristal que se alzaban orgullosas no muy lejos de allí. Antes de llegar a ellas, pasaba junto a un centro comercial, una estación de tren y decenas de edificios. Llenos de ventanas. Volvió a observar el proyectil que sostenía entre las manos.

—¿Y las demás?

Saunders lo miró sin comprender.

—¿Las demás qué?

—Las demás balas.

Ante la cara de desconcierto de su compañero, Daniel sintió que algo se le revolvía en el estómago. Un segundo después, lo escuchó corroborar sus temores.

—No hay más. Han revisado la plaza y no hay marcas de más disparos, al menos, por ahora. Ningún testigo ha visto ni oído nada, tampoco, aparte de… eso.

Señaló al cadáver en el suelo.

—Un solo tiro, a un blanco en movimiento y directo a la femoral —suspiró el inspector.

—Exacto.

—Joder.

Miró de nuevo la bolsita con la bala y se giró en la dirección de su supuesta procedencia.

—¿Has mandado a alguien a investigar la zona?

—Sí, justo antes de que llegaras han salido dos equipos a preguntar en los alrededores.

—Bien. La unidad forense nos dará más datos de la altura y la distancia exactas del tiro, pero, hasta entonces, nos apañaremos con eso.

Tomó aire y trató de concentrarse en lo que tenía delante. Sus peores temores se iban confirmando punto por punto. Aun así, debía ceñirse a las pruebas antes de perderse en especulaciones.

—¿Cámaras de seguridad?

—Por supuesto. —Saunders volvió a revisar los datos del cuadernillo negro—. El propio edificio tiene cuatro en esta zona, aunque todas apuntan a la puerta, así que no sé si nos serán de utilidad, pero he mandado a algunos agentes a pedir grabaciones en doscientos metros a la redonda. Esto es Londres, tenemos cámaras por todas partes.

—Pediremos también las de tráfico, pero que amplíen el radio de búsqueda. Un francotirador puede haber estado mucho más lejos de doscientos metros. —El mal presentimiento que había tenido al ver el cadáver por primera vez regresó con más fuerza. Apenas con un hilo de voz añadió—: Mucho más.

Saunders tomó nota de la orden en el cuaderno. El juez de instrucción se acercó a ellos.

—Cuando quiera, inspector —dijo—. He terminado.

—Gracias, Juez.

Este y su ayudante se retiraron, y el inspector se agachó junto al cadáver por última vez. Le habían cerrado los ojos, pero Daniel aún recordaba su expresión perpleja.

—¿No te podías creer que te estuviera pasando esto a ti, eh, gran hombre?

Nadie contestó, por supuesto.

El inspector se alejó del cuerpo e hizo un gesto a los técnicos de la morgue para que comenzaran su labor. Con rutinaria eficiencia, aislaron pies y manos dentro de fundas cobertoras e introdujeron el cadáver en una bolsa de plástico negra, lo subieron a una camilla y lo trasladaron a la furgoneta. En unos segundos, ya solo el charco de sangre recordaba lo que había ocurrido allí.

Daniel se alejó de su compañero para echar un vistazo alrededor. Comenzaba a chispear. Las nubes negras que habían ido y venido durante todo el día habían cubierto el cielo definitivamente.

Daniel observó los edificios que lo rodeaban. Cualquiera de ellos podría haber sido el punto de origen del disparo, pues miles de ventanas se abrían sobre la plaza, pero el inspector no lo creyó. Para causar tanto daño, la bala tendría que haber llegado desde mucho más lejos. Esperó tener suerte con las cámaras de seguridad porque, si no, encontrar la aguja en el pajar iba a ser una tarea casi imposible.

Le habían reventado la femoral. Iba rodeado de guardaespaldas y un francotirador había logrado evitarlos a los tres, al resto de transeúntes y acertar en el blanco con precisión quirúrgica. Volvió a experimentar aquel mal presentimiento y solo pudo rezar para estar equivocado.

—Otra vez no —susurró—. Por favor, otra vez no.

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