Oí hablar de él hace muchos años, antes incluso de terminar mi primera novela, En el punto de mira. Ese día debería haber salido corriendo, pero no lo hice. Grave error.
¿Qué puedo decirte? No me lo creí. Pensé que era falsa modestia, un escritor reconocido buscando que le doraran la píldora. Al fin y al cabo, todos hemos oído hablar del ego del escritor, ¿verdad? Son todos unos prepotentes egocéntricos y mimosos.
Bueno, pues quizá sí. Y quizá no.
El caso es que la primera vez que oí hablar del miedo del escritor, de esa inseguridad crónica que le lleva a pensar que su trabajo es una mierda, fue a raíz de una serie de cartas intercambiadas entre F. Scott Fitzgerald y su editor, Maxwell Perkins. En la primera de esas cartas, no la primera que intercambiaban, pues mantuvieron una correspondencia de años, sino la primera que nos interesa en este asunto, Fitzgerald le informa de que va a enviarle el primer borrador de una novela que ha escrito y que es cojonuda. Increíble. Maravillosa. Que va a alucinar cuando lo lea.
“Creo que mi novela es más o menos la mejor novela estadunidense jamás escrita”
¿Dónde está la inseguridad, te preguntas? Ay, querido lector, la inseguridad llega después. Semana tras semana, a medida que Fitzgerald va revisando ese texto que consideraba maravilloso, su confianza se va viniendo abajo. Primero insinúa que a lo mejor necesita trabajo. Luego, que igual no es tan bueno. Después, que no consigue arreglarlo. Al final, suplica a su editor que tire el texto a la basura porque no vale nada.
“De hecho, he perdido toda confianza; no te lo contaría si no fuese porque, cuando recibas esta carta, se sabrá lo peor. Yo mismo estoy harto del libro”
Hablamos de Scott Fitzgerald, ¿lo recuerdas? El texto al que hace referencia es el Gran Gatsby. ¿Te suena? Una basura.
El escritor y su inseguridad
Si pensamos en lo que Scott Fitzgerald representa para la literatura, visto desde la actualidad, no puedes culparme por haber creído que aquellas cartas eran postureo. Uno de los escritores más valorados, considerado uno de los mejores autores estadounidenses del siglo XX, dudaba de la que se considera su obra maestra. ¡Venga ya!
Y aquí viene la gran pregunta: si él dudaba de sí mismo, ¿cómo no voy a hacerlo yo?
A veces recibo comentarios halagadores sobre mis novelas o sobre mi forma de escribir. Bastante a menudo, si se me permite decirlo, y no lo llevo nada bien. Tengo una amiga que se coge verdaderos cabreos conmigo cuando me dice algo bueno y yo reculo como una culebra.
Sé que no tengo confianza en mí misma, jamás la he tenido y no creo que eso vaya a cambiar a estas alturas, pero a veces me gusta buscar excusas. ¿Cómo voy a confiar en mis novelas, si no las ha publicado ninguna editorial importante? ¿Cómo voy a confiar en mi escritura, si no tengo colas interminables de fans aguardando por mí en las ferias? ¿Cómo voy a creer en mi calidad, si no vivo de la escritura? ¿Dónde está mi mansión? ¿Dónde está mi Veyron (y no me refiero al personaje de En el punto de mira, que ese sé perfectamente dónde está aunque haya pasado un tiempo desde que lo vimos por última vez). ¿Dónde están las pruebas indiscutibles de esa calidad que mis lectores dicen que tengo si los premios no se acumulan en las estanterías? Vale que nunca me he presentado a ningún certamen, pero eso es otro tema.
¿Sabes qué? Son excusas. Aunque tuviera la mansión, el Veyron y un contrato millonario, aunque estuviera en pie recogiendo el premio Nobel de literatura, me acercaría al micrófono y, en un susurro, diría “Creo que os habéis equivocado de persona”.
Y la inseguridad del escritor se transforma en miedo
Fitzgerald pasó de creer que había escrito una obra maestra (cuando terminó el primer borrador) a estar convencido de que era una basura (según avanzaba en la corrección) y ahora mismo, en estos momentos, yo también me encuentro subida a esa montaña rusa de la que no me importaría saltar si no tuviera tanto vértigo.
Si me sigues en las redes (por la calle no, por favor), sabrás que estoy revisando y corrigiendo la segunda parte de En el punto de mira. Pues bien, cuando comencé este proceso pensé, por primera vez, que me iba a librar de esa inseguridad. Inocente de mí.
Cuando comencé la revisión llevaba meses sin tocar ese texto, suelo hacerlo así, lo dejo reposar hasta que, prácticamente, he olvidado de qué iba. Así que empecé y, oye, ¡me encantaba! Leía y corregía y la revisión fluía bajo el canto de las musas y las hadas y todo elemento fantástico que resulte inspirador. Era una maravilla.
Me duró dos semanas. Entonces regresó el miedo y, ahora mismo, casi dos meses después, estoy por pulsar el botón “Supr” del ordenador y borrarlo todo. Me parece horrible. Horrible.
Y no, yo no soy Fitzgerald. Esa vocecita cabrona de mi cabeza me recuerda cada día que yo no soy Fitzgerald, y que si me parece horrible es porque, seguramente, sea horrible.
Hay una frase muy famosa de Van Gogh (y que tengo enmarcada junto a mi mesa), que dice:
“Si una voz te dice que no puedes pintar, pinta, la voz se callará”.
Así que, igual que Fitzgerald y todos los demás antes que yo y todos los que vendrán después, me toca aprender a convivir con este miedo, me toca derrumbarme entre lágrimas y volver a levantarme al día siguiente. Y preguntarme para qué. ¿Para qué?
2 Comentarios
Hola, Arantxa:
Sí, en mi caso sí que he oído esa vocecilla; normalmente lejos de mi casa, solo, en una habitación de hotel. Por mi parte, yo he seguido siempre el principio que sale de la frase de Van Gogh.
No soy más que un lector aficionado, pero al leer tus novelas y compararlas con cualquier otra lectura que me ha gustado, no encuentro diferencia con los sentimientos y sensaciones que me despiertan, y que al final es lo que busco en la lectura de un libro.
Sigue adelante, lo estás haciendo muy bien y el día que oigas esa voz, pues ese día lo dejas y ya continuas cualquier otro, que veras que lo ves desde otro prisma.
Un beso
Fran
Un millón de gracias por tu comentario, Fran.
Significa mucho para mí lo que dices sobre mis novelas, pues provocar sentimientos y sensaciones en el lector es, al final, lo que buscamos los escritores, ¡y la mejor manera de acallar esa vocecilla dichosa!
Un abrazo muy gordo
Arantxa